Recompensa

Cuento escrito por Emilia Pardo Bazán. Al pie del bosque consagrado a Apolo, allí donde una espesura de mirtos y adelfas en flor oculta el peñasco del cual mana un hilo transparente, se reunieron para lavar sus pies resecos por el polvo Demodeo y Evimio, que no se conocían, y habían venido por la mañana temprano, con ofrendas al numen.

Demodeo era arquitecto y escultor. Muchos de los blancos palacios que se alzaban en Atenas eran obra suya, y se esperaba de él un monumento magnífico en que revelase la altura y el arranque vigoroso de su genio.

Evimio era un opulento negociante establecido en Tiro, que expedía flotas enteras con cargamentos de lana teñida, polvo de oro, plumas de avestruz y perlas, traficando sólo en esos géneros de lujo en que es incalculable el beneficio. Contábase que en los subterráneos de su quinta guardaba tesoros suficientes para costear una guerra con los persas, si el patriotismo a tanto le indujese.

A pesar de su riqueza, Evimio había querido venir al santuario de Apolo sin séquito, como un navegante cualquiera, subiendo a pie la riente montaña, cuyos senderos estaban trillados por el paso de los devotos; y cual los demás peregrinos, había dejado pendientes de una rama sus sandalias, y trepado descalzo hasta el edículo, donde, sobre un ara de mármol amarillento ya, se alzaba la imagen del dios del arco de plata.

Ahora, el millonario y el artista bañaban con igual fruición sus plantas incrustadas de arenas -a cuya piel se habían adherido hojas de mirto- en el hialino raudal y, respirando la fragancia de los ardientes laureles, arrancada por el sol, se comunicaban sus impresiones. Se conocían de nombre y fama, y se miraban, buscándose en la faz la causa de la inspiración del uno y del fabuloso caudal del otro.

Evimio, sentándose en la peña, dando tiempo a que se enjugasen sus pies húmedos, se quejó del peso de los negocios, mostrando fatiga; y Demodeo, inclinando la cabeza y recostándola en la mano, se lamentó de las ansias incesantes de la profesión artística, de la lucha con los envidiosos rivales y los ignorantes censores, de la mezquindad de los atenienses, que sólo construían edificios sin desarrollo para vivir mediocremente, cuando la belleza reclama lo innecesario, lo que se hace sólo por la belleza misma. Evimio, pensativo, aprobaba. También él había notado la cortedad de espíritu de los atenienses, en contraste con la asiática suntuosidad. Si se reuniesen ambas condiciones, el buen gusto de la Hélade y la generosidad de los emperadores persas, se podría realizar algo que fuese asombro del mundo. Y de repente, como iluminado por la chispa de una idea, exclamó:

-Unamos nuestras fuerzas, ilustre Demodeo. Vamos a erigirle un templo a Helios, como no se haya visto ningún templo a ninguna deidad. Ese santuario en que acabamos de depositar nuestras ofrendas, es indigno del Gran Arquero. Edificado cuando no se conocían otras exigencias, en su angosto recinto apenas caben los que a diario vienen a rendir homenaje al hermano de Latona. Yo costearé el templo; no temas hacerlo demasiado espléndido: quiero que sea admiración de las edades. A tu genio confío lo que nos ha de inmortalizar.

Demodeo, transportado, abrazó al negociante, y convinieron en que al siguiente día el arquitecto diese principio a trazar los planos, y sin levantar mano se emprendiese la fábrica.

Antes de un año salían del suelo las primeras hiladas del suntuoso edificio. Rápidamente, que es gran constructor el oro, creció la maravilla. La base de la construcción era el mármol, ese mármol puro y nítido como el arquetipo de la hermosura, trabajado profundamente por el pico y el cincel; un influjo oriental, sin embargo, se revelaba en ciertos detalles ostentosos de ornamentación, en la cámara secreta que había de albergar la estatua de Dios, y que incrustaban y engalanaban metales y piedras preciosas. Alrededor, el artista había desarrollado el sacro jardín, no menos esplendoroso de lo que iba a ser el templo. Grutas, fuentes, cascadas, estanques, a los cuales tributaba agua un inmenso acueducto; bosquecillos, terrazas llenas de flores, reemplazaban a la selva antigua y ofrecían a los devotos el más deleitoso descanso. El pueblo entero de Atenas venía en caravanas a ver adelantar la obra de Demodeo. Se reconocía su gloria; su talento no era discutido ya por nadie. Se empezaba a hablar de erigirle una estatua si muriese. De la munificencia de Evimio se hacían lenguas todos.

Por las tardes, cuando el ruido armonioso del pico se extinguía, y las cuadrillas de esclavos picapedreros se alejaban para descansar en sus lechos duros, Demodeo y Evimio recorrían la obra, se sentaban a ver cómo el sol, el protocreador Helios, entre una gloria inflamada, purpúrea, descendía a reclinarse en el seno de Anfitrite, derramando melancolía majestuosa sobre las cosas y los lugares, y también en los corazones.

-A pesar de tanta grandeza -murmuraba el opulento-, se diría que Apolo no es feliz; hay tristeza en su manera de recogerse, tristeza en su misma radiación triunfal. También nosotros frecuentemente estamos tristes, ahora que nuestro propósito se realiza y vamos a ver terminado el templo. ¿No te parece a ti ¡oh ilustre!, que Apolo nos estará agradecido? Ningún templo así le erigieron hasta el día. La fama de este portento se ha extendido por el Asia, y gente de los más remotos climas se prepara a visitarlo y a respetar el oráculo del Dios, ahora que tiene morada digna.

-Apolo -respondió el arquitecto- nos está agradecido seguramente, y no me sorprendería que se nos apareciese en su olímpica, augusta forma. A veces, en este bosquecillo de rosales, me ha parecido ver un vago nimbo de claridad, y escuchar unos pasos celestiales, ligeros. Quizá mientras nos parece que se duerme sobre la superficie del Ponto, está aquí, detrás de nosotros, y escucha los votos que formulamos.

-En ese caso -dijo Evimio-, yo le pido, como recompensa, un bien que sea el mayor, el verdadero, el soberano bien a que el hombre puede aspirar. Semejante bien, Demodeo, no será la riqueza, puesto que yo la poseo desde hace muchos años, y no por eso dejo de sentir esta inquietud, esta especie de interior desconsuelo, este vago terror a no sé qué desconocidos peligros, que me está poniendo el cabello cano y los ojos mortecinos y como velados por el humo de una hoguera.

-Semejante bien -asintió Demodeo- tampoco será la gloria artística, puesto que yo estoy seguro de haberla conquistado con la erección de un monumento que asombra a los presentes y que durará siglos y, sin embargo, lejos de bañarme en las ondas de oro de la alegría, tengo fiebre como si me hubiese dormido al borde de un pantano, y mi pensamiento, semejante a mosca negra que revolotease alrededor del cuerpo de un guerrero muerto de sus heridas, revolotea siempre alrededor de las cosas trágicas y amargas, embriagándose con su zumo. El Dios, cuya presencia siento, sabrá lo que a título de recompensa nos debe, y nos dará cumplido, colmado, ese bien que le pedimos.

-Sea como dices -respondió Demodeo, estremeciéndose, porque al desaparecer Apolo, su blanca hermana aparecía rasando las olas y un soplo frío había acariciado los pétalos de las rosas y la desnudez de las estatuas.

Poco tiempo después, se dio el templo por terminado. La imagen del Numen sólo esperaba el primer sacrificio que le sería ofrecido, al amanecer, por los dos fundadores. Evimio y Demodeo inmolarían, con sus propias manos, un blanco toro. Acostáronse rendidos de fatiga en la antecámara del santuario, y no tardaron en dormirse. La luna filtraba sus rayos al través de la columnata del peristilo, y el simulacro de Apolo, de oro puro, se erguía gallardo, alzando su divina frente. Demodeo -el de mayor fantasía de los dos durmientes-, creyó ver, al través de las paredes, que el Dios descendía de su pedestal, y regulando su armonioso andar por los sones de la lira que llevaba en la mano, se acercaba airoso, bello hasta la idealidad, al rincón en que dormían los fundadores del templo. Y con ansia invencible, con el impulso de toda su voluntad, clamó hacia la aparición:

-¡La recompensa!

El Dios inclinó la cabeza; sonrió con su sonrisa de luz, que lo ilumina todo; dejó su lira, se desciñó el arco y la aljaba, y con la gracia de movimientos que sólo él posee, envió de costados dos flechas agudas, silenciosas, que pasaron el corazón a los dos amigos.

A la mañana siguiente, la turba de madrugadores devotos, sacerdotes y sacrificadores, los pastores de la Hélade y los pescadores del golfo, vieron atónitos que Demodeo, el insigne arquitecto, y Evimio, el opulentísimo negociante, estaban muertos, bien muertos. La expresión de su cara era como la que da un sueño feliz.