La aventura del padre vicentio

Cuento escrito por Francis Bret Harte. Una víspera de Año Nuevo, hace unos cuarenta años, el padre Vicentio, que venía de la Misión Dolores, seguía lentamente su camino a través de las arenosas colinas. Cuando trepaba por la cresta más elevada, cerca de la Misión Creek, su ancha y luminosa faz podía confundirse fácilmente con la benéfica imagen de la luna saliente: tan blanda era su sonrisa y tan indefinidas sus facciones. Era el padre Vicentio hombre de notable reputación y carácter, su ministerio en la Misión de San José había sido recibido con cordialidad y unción; los salvajes, de corta inteligencia, le adoraban, y había logrado imprimir su individualidad entre ellos con tal firmeza, que, según se decía, los niños tenían un milagroso parecido con él.

Cuando llegó el santo sacerdote a la parte más solitaria del camino, espoleó a su mula para acelerar el paso al que el obediente animal se había acostumbrado durante su larga experiencia de los hábitos de su amo. Aquella localidad tenía mala fama. Con frecuencia se veían marineros -desertores de barcos balleneros- que se ocultaban en los suburbios de la ciudad, pues los espesos matorrales y los troncos de robles caídos en tierra, que por todas partes interrumpían la marcha, eran propicios para servir de cómodo escondrijo en caso de alguna desesperada huida. Además de estos obstáculos materiales, se decía que el Diablo, cuya hostilidad hacia la Iglesia era bien conocida, a veces frecuentaba las proximidades de la población en la figura de un ballenero espectral que había encontrado la muerte, en una jarana con abundante vino, en la mano de un compañero. El espíritu de este infeliz marinero era visto frecuentemente sentado sobre la colina, a la hora del crepúsculo vespertino, empuñando su arma favorita y con un cubo lleno de cuerdas, en acecho de algún viajero retrasado sobre quien ejercitar su destreza profesional.

Se cuenta que el buen padre José María, de la Misión Dolores, había sido atacado en dos ocasiones por ese fantasma deportivo; que una vez, al volver de San Francisco, jadeante por el esfuerzo necesario para trepar por la colina, se había sobresaltado al oír un estentóreo «¡Aquí está!», seguido de un agudo arpón que se enterró en la arena inmediatamente delante de él, y en otra ocasión había escapado de la muerte con dificultad, pues el diabólico arpón atravesó su sarape y se lo llevó enganchado como un trofeo.

Al parecer, la opinión popular se hallaba dividida en cuanto a la razón de la preferencia del Diablo por el padre José: aseguraban unos que la extremada piedad del sacerdote excitaba la animosidad del Malo, mientras otros creían que simplemente pretendía, desde el punto de vista profesional, conseguir una provechosa captura.

Aunque el padre Vicentio hubiera sido hombre inclinado a la burla, considerando tales apariciones como novedades heréticas, había otra historia semejante: la de Concepción, el vaquero, cuya terrible reata era tan certera como el arpón del ballenero. Concepción había sido en vida un celebrado vaquero y cazador de caballos salvajes, del cual referíase que había perseguido al Demonio en figura de un veloz potro pinto desde San Luis hasta San Francisco, haciendo voto de no cesar en la persecución hasta dar alcance al enmascarado Enemigo. El Demonio interrumpió tal designio recobrando su propia figura; pero el infortunado vaquero persistió en el cumplimiento de su voto temerario, y todavía recorría la costa sobre un corcel fantasma, rompiendo la monotonía de su eterna persecución con la compañía de diestros individuos provistos de lazos, a quienes obligaba a seguirle hasta que un día eran recogidos casualmente, medio muertos de fatiga, a un lado del camino.

El padre había escuchado atentamente la relación de las correrías de aquel terrible jinete; sin embargo, ningún tropiezo alteraba la tranquilidad de la noche, y los cascos de su mula se hundían silenciosamente en la movediza arena. De cuando en cuando, pasaba rápidamente a su lado un conejo, o una codorniz se ocultaba entre los arbustos. La melancólica llamada del avefría en los pantanos inmediatos a la Misión Creek llegaba a él con tan fantástica languidez, que parecía más un recuerdo del pasado que una realidad del presente.

Para aumentar su inquietud, una de aquellas densas nieblas marinas peculiares de la localidad había empezado a amontonarse sobre las colinas, y ya envolvía al sacerdote. Mientras hacía esfuerzos para sustraerse a sus fríos abrazos, el padre Vicentio clavó las duras espuelas en los ajares de la mula y, al poco rato, el animal, indeciso, vaciló sobre el borde de un escarpado declive. No se sabe si la pobre bestia se indignó por este nuevo ultraje o estuvo algún tiempo reflexionando sobre los inconvenientes que tiene el ser sacerdote montado; pero lo cierto es que de repente el padre levantó los talones, cayó el reverendo cuerpo de cabeza y, después de este acontecimiento, la mula dobló tranquilamente las manos y rodó por tierra tras de su jinete.

Dio el padre algunas vueltas, seguido de cerca por su fiel mula. Afortunadamente, la pequeña cavidad donde cayeron era de arena, y cedió bajo su peso, medio enterrándolos, pero sin causarles grandes desperfectos. Durante algunos momentos, el pobre hombre quedó inmóvil, haciendo inútiles esfuerzos por recuperar sus dispersos sentidos. Una mano que irrespetuosamente le fue puesta en el cuello y una áspera sacudida le ayudaron a recobrar el conocimiento, y cuando el padre se ponía dificultosamente en pie se encontró cara a cara con un forastero.

Visto oscuramente al través de la bruma, y en circunstancias que, a decir verdad, no eran nada tranquilizadoras, el recién venido tenía un aspecto indeciblemente misterioso y trazas de bandido. Una larga capa marinera ocultaba su figura y un chambergo escondía sus facciones, permitiendo solamente ver el brillo de sus ojos profundos. Con un hondo gemido, el padre se deslizó de los brazos del forastero y cayó de nuevo sobre la blanda arena.

-¡Por vida de…! -dijo el forastero con enojo-. ¿No tienes huesos en tu cuerpo, como si fueras un medusa? ¡Dame la mano, hombre! ¡Arriba! -y puso al padre en posición vertical-. Y ahora, pues, ¿quién y qué eres?

El padre no pudo evitar el pensamiento de que tal pregunta podía haber sido hecha más propiamente por él mismo; mas con una singular mezcla de dignidad y vacilación, empezó a enumerar sus diversos títulos, lo que de ningún modo era breve y por sí solo habría sido suficiente para infundir temor a un adversario vulgar. Irrespetuosamente le cortó la palabra el forastero, y asegurándole que precisamente era un sacerdote la persona que él buscaba, con toda tranquilidad puso sobre la cabeza del anciano el sombrero, que había rodado por el suelo en la caída, y le mandó que le acompañase inmediatamente para desempeñar una comisión de consulta espiritual cerca de uno que en aquel momento yacía en extrema situación.

-¡Quién pensara -dijo el forastero- que iba a tropezar precisamente con el hombre que buscaba! ¡Cuerpo de Baco! Esto es suerte. Seguidme rápidamente, pues no hay tiempo que perder.

Como ocurre a las naturalezas dóciles, la positiva aserción del forastero, sumada a cierto aire de autoridad y de mando, venció algunas leves objeciones que el padre pudiera haber madurado durante la rara entrevista. La espiritual invitación era, además, de tal naturaleza, que no se atrevía a rechazarla; no solamente eso, sino que el aceptarla podía contribuir un tanto a alejar el miedo supersticioso que había empezado a sentir hacia el misterioso personaje. Porque, siguiéndole a respetuosa distancia, el padre no pudo por menos de observar, con un estremecimiento de horror, que las pisadas del forastero no dejaban huella en la arena, y su figura parecía de vez en cuando mezclarse e incorporarse a la bruma, hasta el punto de que el sacerdote tenía a veces que aguardar su reaparición. En uno de esos intervalos embarazosos, oyó el tañido de la campana de la lejana Misión, anunciando la medianoche. Apenas se había extinguido la última campanada, el anuncio fue repetido por multitud de campanas de todos tamaños, y el aire se pobló de sonidos de relojes dando la hora y repiques de campanarios. El anciano lanzó un grito alarmado, y el forastero le preguntó acremente la causa.

-¡Las campanas! ¿No las oyes? -dijo el padre Vicentio con voz expirante.

-¡Puf, puf! -contestó el forastero-. Tu caída ha hecho que se multiplicaran los sonidos en tus orejas. ¡Adelante!

Sentíase el padre demasiado inquieto para aceptar la explicación implícita en aquella descortés respuesta. Pero el destino le reservaba otra singular experiencia. Cuando alcanzaron la cima de la eminencia conocida actualmente con el nombre de Colina Rusa, lanzó el padre una nueva exclamación. El forastero se volvió hacia él con un gesto de impaciencia, pero el padre no se cuidó de él. El espectáculo que brotaba ante su vista era tal, que podía muy bien absorber la atención de un temperamento más entusiasta. La bruma no había aún alcanzado la colina, y los prolongados valles y los declives del embarcadero resplandecían con la luz de una populosa ciudad.

-¡Mira! -dijo el padre, extendiendo la mano sobre el vasto paisaje-. ¡Mira! ¿No ves las magníficas plazas y la brillante iluminación de las avenidas de metrópolis poderosas? ¿No ves algo semejante a otro firmamento bajo nosotros?

-No prosigas, reverendo padre, y cesa en tu locura -respondió el forastero, arrastrando al extraviado sacerdote detrás de él-. Mira más bien las estrellas arrojadas de tu cabeza hueca a causa de la caída que has sufrido. Te ruego que te cures de tus visiones y rapsodias, pues el tiempo corre velozmente.

Siguió el padre, sin más palabras. Cuando bajaron la colina hacia el Norte, mostrando el camino el forastero, a los pocos momentos descubrió el padre la espuma de las olas, y sus pies hollaron la más firme arena de la playa. El forastero se detuvo, y el padre vio cerca un bote listo para navegar. Pasó a los asientos de popa, obedeciendo la orden de su compañero, y advirtió que los remeros parecían participar de la incorpórea y nebulosa estructura del desconocido, sensación que se hizo más agobiante al percibir también que los remos, moviéndose a compás, no producían el menor ruido.

El forastero, haciéndose cargo del timón, guió el bote suavemente, mientras la bruma, adhiriéndose a la superficie del agua y envolviéndolos, parecía interponer un muro de niebla entre ellos y el rudo choque del mundo exterior. Internáronse más en aquel lugar recóndito, y el padre escuchó con ansiedad: se oían crujidos de bloques y rechinar de cuerdas, pero ninguna vibración alteraba la brumosa calma ni el vaho ardiente de la espesa niebla. Sólo un incidente rompió la monotonía del misterioso viaje. Un remero que no tenía más que un ojo, y que se sentaba enfrente del padre, se apoderó de la mirada del sacerdote, hizo una horrible mueca y mostró una espantosa sonrisa, guiñando su penetrante ojo con tan diabólica intensidad, que el padre se vio obligado a articular una piadosa jaculatoria, que tuvo por desastroso efecto el hacer que el marinero echase los pies por el aire y metiese la cabeza en el fondo del bote. Pero ni siquiera este incidente turbó la gravedad del resto de la horrible tripulación.

Cuando, según le pareció al padre, habían transcurrido diez minutos, apareció a lo lejos el perfil de un gran buque, que se presentaba de costado ante la proa del bote. Antes de que pudiera lanzar el grito de advertencia que brotaba de sus labios o prevenirse contra el irremediable choque, el bote pasó tranquila y silenciosamente a través del costado del buque, y el santo sacerdote se encontró de pie sobre el puente de lo que parecía ser una carabela antigua. El bote y su tripulación se habían desvanecido. Solamente permanecía allí su misterioso amigo el forastero. A la luz de una lámpara que se balanceaba, el padre observó que estaba ante una hamaca, sobre la cual, aparentemente, yacía el moribundo para asistir al cual había sido tan misteriosamente requerido. Cuando el padre, obedeciendo a una indicación de su compañero, se acercó al doliente, éste abrió débilmente los ojos y le dirigió estas palabras:

-Tienes ante ti, reverendo padre, a un desvalido mortal no sólo en lucha con las últimas agonías de la carne, sino vencido y agitado por la dolorosa congoja del espíritu. Importa poco cuándo o cómo me convertí en lo que ves ahora. Basta saber que mi vida ha sido impía y pecadora, y que mi única esperanza de absolución descansa en la revelación que voy a hacerte, de un secreto de mucha importancia para la Santa Iglesia y que afecta grandemente a su poder, a su riqueza y a su dominio en estas playas. Pero la revelación de tal secreto y mi absolución han de hacerse con una condición especial. Sólo me quedan cinco minutos de vida. En este tiempo he de recibir la extremaunción de la Iglesia.

-¿Y tu secreto? -dijo el santo sacerdote.

-Lo sabrás después -contestó el moribundo-. ¡Vamos! Mi vida se acaba. Absuélveme inmediatamente.

El padre vaciló.

-¿No puedes decirme antes el secreto?

-¡Imposible! -respondió el moribundo, con algo que pareció al padre un momentáneo relámpago de triunfo.

Luego, como su respiración se hacía más débil, dijo con impaciencia:

-¡Absuélveme! ¡Absuélveme!

-Que yo sepa a qué se refiere tu secreto.

-¡Absuélveme antes! -replicó el moribundo.

Pero el sacerdote vacilaba todavía, y hallábase debatiendo con el enfermo cuando sonó la campana del buque y, en medio de una triunfante y burlona carcajada del forastero, el barco se hizo pedazos repentinamente y las turbulentas aguas se precipitaron sobre ellos, envolviendo al moribundo, al sacerdote y al personaje misterioso.

El padre no recobró el conocimiento hasta la tarde del día siguiente, cuando se encontró echado en una pequeña cavidad entre las colinas de la Misión. Su fiel mula, a pocos pasos de él, pacía tranquilamente la rala hierba. El padre hizo lo mejor que pudo el camino de su residencia, pero, discretamente, se abstuvo de narrar los sucesos antes mencionados, hasta después de descubiertos los áureos tesoros; entonces fue relatado todo este verídico acontecimiento, con la aserción del padre de que el secreto del que había sido misteriosamente desposeído no era otro que el del paradero del oro hallado años antes por los marineros fugados de la expedición de sir Francis Drake.

FIN