Agustín de Tagaste

Primer gran filósofo cristiano Agustín de Tagaste (354-430 d. C.) par él, la razón, por sí misma, es incapaz de descubrir la auténtica verdad, y, por tanto, es necesaria la fe.

Este filósofo no separó la fe de la razón ni la filosofía de la teología ya que, a su parecer, es la propia fe la que nos empuja a intentar comprender aquello en que creemos.

Por tanto, no podemos conformarnos con el conocimiento de las cosas temporales, porque tal conocimiento no satisface el deseo de verdad que se encuentra en el corazón humano.

Se necesita encontrar la auténtica verdad, o sea, una verdad que sea absolutamente necesaria, inmutable y eterna. Pero, ¿dónde encontrar tal verdad? La respuesta de San Agustín es contundente: esta verdad se encuentra en Dios.

Para llegar a ella señala un doble proceso:

– En primer lugar, hay que pasar de lo exterior a lo interior, o sea, del mundo sensible al alma humana; y,
– En segundo, de lo interior a lo superior, es decir, del alma a Dios: No busques fuera, Vuelve a ti mismo.

En el interior del hombre habita la verdad. Y si hallas que tu propia naturaleza es mudable, trasciéndete a ti mismo. Encamina, pues, tus pasos allí donde la luz de la razón se enciende, es decir, hacia Dios, porque Dios es el que infunde en el alma las ideas necesarias, universales y eternas, es decir, la verdad.

A. La teoría de la iluminación

De este modo, el fundamento último del conocimiento, lo explica Agustín mediante la ilumi-nación divina. ¿En qué consiste esta? En el hecho de que Dios ilumina el alma (la inteligen-cia) de los seres humanos para que podamos llegar a la verdadera sabiduría, es decir, al cono-cimiento de las verdades necesarias, inmutables y eternas. A este respecto, en su obra Soliloquios señala «quiero conocer a Dios y el alma. ¿Nada más? Nada más». De acuerdo con esta expresión, nuestro autor fundamenta toda su filosofía en Dios. Para él, «Dios es la causa de todos los seres, la luz de todas las inteligencias, el fin de todas las acciones», Dios es tam-bién el Verbo interior, o lo que es lo mismo, el Cristo de la religión cristina, que ilumina a todos los seres humanos conduciéndoles por el camino de la verdad.

En cuanto al ser humano, Agustín, influido por Platón, lo identifica con el alma. En esta vida el alma está unida al cuerpo. Pero el ser humano es esencialmente alma, en primer lugar, porque el alma humana está hecha a imagen y semejanza de la divinidad; en segundo, porque se conoce a sí misma, y es capaz de conocer al mundo y a los seres inteligibles, incluido Dios; en tercero, porque domina al cuerpo y es la encargada de gobernarlo; y, en cuarto, porque su lugar natural es Dios: «porque nos hiciste para ti, inquieto está mi corazón hasta que descanse en ti».

B. Las dos ciudades

En una obra titulada La ciudad de Dios, expuso San Agustín su teoría política. Según dicha teo-ría, la Historia consiste en la lucha entre dos ciudades, la ciudad de Dios (o ciudad celeste) y la ciudad terrestre. Cada una de ellas expresa un tipo de comunidad diferente. La primera vive según la ley de Dios; la segunda contra ella. En la primera reina el orden y el amor de Dios; en la segunda, el caos y el amor a sí mismo. En último término, la «Ciudad de Dios» se encuentra en estrecho contacto con la divinidad y se trata de una ciudad sin fronteras ni murallas, abierta a todos los seres humanos y a todas las naciones que reconocen a Dios y viven de acuerdo con sus principios. La «ciudad terrestre», en cambio, se encuentra amurallada y cerrada sobre sí misma, prescinde de Dios y en ella se vive de acuerdo a las normas y a las pasiones humanas.

En tanto que representan realidades contrapuestas, ambas ciudades se encuentran en perpetua rivalidad y lucha. Ahora bien, esta situación no durará para siempre, sino que, al final de los tiempos, la ciudad de Dios vencerá a la ciudad terrena y, tras el Juicio Final, quedarán defini-tivamente separadas una de otra, porque, según nuestro autor, en último término, el bien es inmortal y la victoria ha de ser de Dios.

Según esto, la Historia tiene un sentido teleológico y providencialista, lo cual significa que los acontecimientos humanos cobran su sentido acabado y definitivo en tanto en cuanto se dirigen hacia Dios, quien, a los ojos de San Agustín, constituye el alfa y omega del mundo temporal.