Un mundo sin principio ni fin

En la tradición griega encontramos distintas opiniones sobre el origen del mundo.

Para Demócrito, por ejemplo, el mundo era fruto del azar, mientras que, según Platón, fue originado por el Demiurgo.

Aristóteles, por su parte, defendió que el mundo no tuvo principio ni tendrá fin, ya que la materia y el movimiento son eternos.

Todo movimiento supone un punto de partida, un punto de llegada y un substrato en el que se desarrolla.

Por tanto, resulta evidente que nunca puede comenzar ni nunca puede acabar, dado que en el primer caso carecería de punto de partida y en el segundo de punto de llegada.

En conclusión, el movimiento ha existido siempre. Ahora bien, si el movimiento ha existido siempre, sucederá lo mismo con la materia, ya que constituye el substrato de los cambios, y con la forma, y las sustancias naturales.

Esto es así porque, si las sustancias artificiales pueden deberse a la obra de un artista o de un artesano, las naturales solo pueden surgir por naturaleza.

En este sentido, Aristóteles hizo hincapié en que solo el ser humano hace al ser humano, solo el tigre al tigre, solo el manzano al manzano, etc.

Por tanto, nunca pudo existir un primer ser humano, ni un primer tigre, ni un primer manzano.

El mundo de Aristóteles, pues, resulta eterno y excluye tanto la involución como la evolución.