Nacimiento del derecho del trabajo en México

Tres de las huelgas son memorables:

1. el levantamiento de los mineros de Canana en 1906,
2. la disputa de los obreros textiles con sus patrones en Río Blanco en 1907,
3. el conflicto ferrocarrilero de 1908.

Estas huelgas, que ilustran el carácter del movimiento obrero, tuvieron raíces comunes: todas resultaron del proceso de modernización; todas tuvieron lugar en sectores progresistas de la economía mexicana. y todas se efectuaron en una jama clave de las actividades.

La huelga de Canana, calificada de primer estallido revolucionario por algunos historiadores, trastornó las operaciones no sólo de la minería, principal actividad y fuente de ingresos de la República, sino también precisamente en el centro minero más importante del país.

Cananea, con sus 30 000 habitantes, tenía el doble de la población del resto del estado de Sonora y podía enorgullecerse de disfrutar de uno de los porcentajes de crecimiento más altos del porfiriato, gracias a la prosperidad del cobre de que México gozó de 1895 a 1902.

En 1880 el país había exportado cobre por valor de 260000 pesos, cifra que hacia 1906 se elevó a 32 millones, convirtiéndose así México en el tercer Productor mundial de este metal.

En ese tiempo, la Cananea Consolidated Copper Company tenía 4 000 trabajadores» Por su parte, la huelga de Río Blanco paralizó el mayor centro de manufacturas textiles, que era la industria más altamente desarrollada de México.

Gracias a las fábricas de Río Blanco, que eran parte del gran conjunto textil de la región de Orizaba, el estado de Veracruz se convirtió en una de las zonas más prósperas del país, en el núcleo manufacturero de mayor importancia y en el centro de distribución comercial por excelencia de la República.

En 1906, cuando las primeras voces de protesta comenzaron a alterar la calma del porfiriato, la industria textil tenía fábricas en veintidós estados y daba empleo a más de 82 000 personas por otro lado los ferrocarriles, donde tuvo lugar la tercera gran huelga, representaban uno de los servicios esenciales de la República.

La unidad nacional indispensable para la paz política y el desarrollo económico exigían un sistema moderno de transporte, verdad reconocida por Díaz desde sus primeros tiempos.

Cuando Díaz subió al poder en 1876, México tenía apenas un poco más de 600 kilómetros de vías férreas, mientras que, cuando partió rumbo a París en 1911, el sistema ferroviario tenía una longitud de más de 25 000 kilómetros.

Casi no había fábrica que no se hallara junto a una línea de ferrocarril y con excepción de la península de Yucatán, las locomotoras unían a todas las regiones importantes de la República con la capital y con 1os puertos a través de los cuales se exportaban las materias primas mexicanas.

Dos de las actividades trastornadas por estas huelgas estaban ligadas al mercado de exportación. Tanto la prosperidad del cobre, enviad o principalmente a Estados Unidos, como la de los ferrocarriles que corrían en la zona situada entre San Luis Potosí y Texas, núcleo de la huelga de 1908, dependían del extranjero, y ambos sectores eran sensibles a las altas y bajas de la economía mundial.

La crisis financiera internacional de 1907, cuyos efectos acababan de sentirse en México, dañó tanto la minería del cobre como los transportes.

El precio del cobre se precipitó, y aun antes de que la crisis afectara las minas de Canana el temor al desempleo alentó en parte a los mineros para ir a la huelga.

En los ferrocarriles, la disminución de los embarques y de los ingresos, que afectó principalmente a las rutas hacia el norte, contribuyó a que los salarios siguieran siendo bajos a pesar del vertiginoso aumento del costo de la vida, y exacerbó la competencia entre mexicanos y extranjeros por los mejores empleos.

Las huelgas textiles mismas, a pesar de que esa industria vendía sus productos en el mercado nacional, derivaron en parte de los problemas de una economía ligada al mercado internacional.

La gran sequía que se presentó en 1906 redujo radicalmente la cosecha en la región lagunera, en Coahuila, principal abastecedor a de algodón para las fábricas textiles.

Los industriales, en vista de la escasez de algodón de producción nacional, tuvieron que adquirirlo en el extranjero cargando la diferencia de costos a los consumidores, que en su mayor parte eran obreros y campesinos.

Consecuentemente, el alza de precios redujo la venta de artículos de algodón; además, desde antes de la gran sequía, los productos no vendidos y conservados en los almacenes ya eran un problema para la industria textil, lo cual en opinión del banquero Antonio Manero, al mantenerse bajos los salarios, contribuyó al conflicto entre obreros y patrones.

El temor y la envidia hacia los extranjeros también desempeñaron un papel importante en la génesis de las huelgas, porque en los tres casos los trabajadores mexicanos estaban resentidos contra ellos.

En Río Blanco, por ejemplo los abusivos precios impuestos a los trabajadores por el dueño francés de la tienda de hallar estimularon el conflicto de 1907. El daño se hizo más grave por la tendencia de los magnates textiles, principalmente franceses, a contratar como jefes a otros extranjeros y a pagar salarios más altos a los maestros mecánicos que hacían venir del exterior.

En la huelga de los ferrocarrileros se manifestó particularmente que la hostilidad contra los extranjeros estaba llegando a una fase aguda. La crisis de 1907 había reducido los salarios y las posibilidades de obtener empleos, y por ello los trabajadores mexicanos exigieron una proporción de los pues-tos mejores, hasta entonces privilegio de los extranjeros, contando cada vez con mayor apoyo popular.

El ministro de Hacienda de Díaz, José I. Limantour, temeroso de que los monopolios de Wall Street se apoderaran totalmente de los ferrocarriles del país, comenzó a comprar acciones de las empresas, de manera que ya en 1909 el gobierno de México tenía el control de la mayoría de las acciones de losFerrocarriles Nacionales de México.

Anteriormente, en 1906, unos 200 trabajadores mexicanos habían abandonado sus puestos de trabajo en los talleres ferroviarios de Aguascalientes, en protesta por el despido de uno de sus dirigentes y porque se pagaban salarios más altos a los extranjeros.

Ese mismo año, otros 300 se declararon en huelga en los talleres del Ferrocarril Central en Chihuahua, también a causa de que los estadounidenses recibían mejores salarios. Ya para agosto, los ferrocarrileros de México, Silao, Cárdenas, Tampico, Monterrey y Guadalajara habían abandonado el trabajo, mientras en Chihuahua los dependientes de las tiendas, miembros de las logias masónicas y sociedades obreras contribuían en efectivo para sostener la huelgas.

Un año más tarde, en 1907, los ferrocarrileros fundaron la Gran Liga de Empleados de Ferrocarril, donde una condición indispensable para afiliarse era la nacionalidad mexicana, Proclamaron que su meta fundamental era la«mexicanización” de los ferrocarriles.

En 1908, aproximadamente 15 000 trabajadores estaban dirigidos por la Gran Liga, que contaba con un apoyo entusiasta en los estados norteños, donde había enormes multitudes que aplaudían la meta de la «mexicanización»

En Cananea fue más evidente que en ninguna otra parte la actitud anti- extranjera de los obreros mexicanos. En junio de 1906 una muchedumbre de mineros mexicanos mató a dos hermanos estadounidenses, George y Will Metcalf, que dirigían la maderería de la empresa, cuando éstos trataron de repelerlos con el chorro de una manguera anti incendio.

Para sofocar la protesta, el dueño de la empresa, el también estadounidense William C. Greene, persuadió al gobernador de Sonora, Rafael Izábal, de que le permitiera importar rangers de Fort Huachuca, en Arizona.

El saldo, cuando las cosas se calmaron, fue quizás de treinta mineros mexicanos y tal vez cuatro o seis estadounidenses muertos, pero la invasión del suelo mexicano por parte de extranjeros armados provocó un clamor público de protesta en muchos círculos del país, lo que, según el consejo que Zayas Enríquez dio a Díaz, no debía pasarse por alto.

Las dificultades entre los mineros y los estadounidenses databan de 1898, cuando Greene compró las minas de Cobre Grande. Greene, aprovechando las ganancias obtenidas en el mercado del cobre, producto del desarrollo de la industria eléctrica en Estados Unidos. Y en Europa, construyó un floreciente imperio minero en Cananea. En 1906, la Greene Consolidated Copper Company tenía un activo de más de doce millones de dólares y daba empleo a 5 360 mexicanos y 2 200 extranjeros.

La empresa pagaba a los extranjeros, en su mayoría estadounidenses, cinco pesos oro por día de trabajo, mientras el sueldo de los mexicanos era de tres pesos plata, o sea menos de la mitad. Los mexicanos pedían salarios iguales, acceso a los empleos mejores y jornadas de ocho horas; además, exigían que dos capataces estadounidenses especialmente detestados fueran despedidos de la mina Oversight.

Al negarse Greene a acceder a estas peticiones, los rumores de que venían tiempos difíciles y el temor al desempleo empujaron a los mineros a la huelga. En su Manifiesto se quejaron de que el gobierno de México había hecho que «un mexicano valga menos que un y anque, que un negro, o un chino, en el mismo pleno suelo mexicano».

«El gobernador Izábal admitió que la desigualdad de la remuneración fomentaba el conflicto, pero Díaz hizo oídos sordos a las peticiones de los mineros.38 Según Enrique Flores Mahón, hermano del famoso pensador radical, si Díaz hubiese obligado a Greene a equilibrar los salarios, los demás dueños de minas de otras partes de México, igualmente culpables de pagar salarios más altos a los extranjeros, habrían protestado clamorosamente.

Es indudable que los mineros, obreros textiles y ferrocarrileros tenían amplias razones de queja, pero es irónico que disfrutaran de mejor situación que muchos otros trabajadores, especialmente los campesinos.

Andrés Molina Enríquez, al clasificar la mano de obra, llegó a definir una élite obrera que formaba parte de las clases altas o privilegiadas, categoría que comprendía a los ferrocarrileros calificados, maquinistas, electricistas, mecánicos, fogoneros, capataces, técnicos mineros y obreros especializados de las fábricas.

Nadie discutía la afirmación de Greene de que en su empresa se pagaban los salarios más altos de México, pues a pesar del incesante aumento del costo de la vida los mineros de Cananea recibían salarios más altos y prestaciones de que los demás mexicanos carecían.

El gobernador Izábal, en su informe sobre el conflicto de Cananea, señaló justamente que si se juzgaba a los mineros por la apariencia de su ropa, parecerían formar parte de la clase media, y no era raro que en sus casas tuvieran buenos muebles y muchos aparatos modernos.

Ninguno de los dirigentes huelguistas trabajaba extrayendo mineral cuprífero, pues Esteban B. Calderón, Manuel M. Diéguez y Francisco Ibarra eran empleados de escritorio; el segundo ganaba siete pesos diarios, o sea el doble que un minero de los tiros» Los ahorros de los empleados y mineros, depositados en el Banco de Cananea (propiedad de la empresa) ascendían a la suma total de cuarenta mil pesos. Más del 65 por ciento de los mineros tenían dinero depositado en este banco, y la mitad de ellos por sumas mayores de cien pesos.

De todas formas y a juzgar por el nivel de vida de los mineros de Arizona, que vivían a unos cuantos kilómetros de distancia, los mexicanos estaban en condiciones muy inferiores, además de que no tenían ninguna seguridad de conservar su trabajo. Como ha dicho Francisco Bulnes, en Cananea había empleos para todos solamente en las épocas en que el cobre alcanzaba altos precios.

Los salarios de la industria textil, aunque bajos en comparación con los de Cananea, eran-de los más altos que se percibían en México. El Imparcial recordó a sus lectores que «unos hombres que anteriormente araban la tierra por 50 o 60 centavos diarios ahora ganaban hasta 2 pesos al día en las fábricas». El obrero, que cuando era agricultor vivía en un jacal, tenía ahora «una casa higiénica y cómoda… donde su mujer y sus hijos estaban en mejores condiciones».

Por ello, ningún obrero textil podía pensar seriamente en «regresar a la tierra«. Además, los salarios habían subido desde 9.75 centavos por hora en 1880 a 13 centavos en 1910. Mientras anteriormente los trabajadores pasaban dieciséis horas en la fábrica, en las postrimerías de la época de Díaz pasaban únicamente diez.

Los obreros de Cananea, de las fábricas textiles y de los ferrocarriles experimentaron, en suma, las penas y las alegrías de la «ambivalencia del progreso». Su despensa estaba mejor surtida y su vida era más rica, pero un mayor grado de interés político iba de la mano con un empleo mejor y un salario más alto.

El obrero se convenció de que mediante sus esfuerzos personales podía mejorar de condición y así se convirtió al evangelio del progreso. De la misma manera, la posición privilegiada de que en el norte gozaban los extranjeros, junto con la vecindad a la riqueza del obrero estadounidense y a la opulencia de los ricos de México tuvieron el efecto de recordar al trabajador mexicano que él se encontraba solamente en el primer escalón del progreso.

Sus aspiraciones lo empujaban a oponerse al patrón no porque sufriera más que los demás, sino, por el contrario, porque ya había probado la dulce miel intoxicante del progreso. Quería una parte mayor de los beneficios de la prosperidad.

La semilla del movimiento obrero germinó en este ambiente, mezcla de progreso y frustración. Impulsado por la cruda necesidad y por las nuevas ideas adquiridas de los llegados del exterior, el obrero comenzó a organizarse, primeramente en los ferrocarriles.

En 1890 se formaron, entre los ferrocarrileros cuya base de operaciones era San Luis Potosí, las primeras sociedades mutualistas, y diez años más tarde los empleados del Ferrocarril Interoceánico organizaron en Puebla la Unión de Mecánicos Mexicanos, cuyas ramas pronto se extendieron a los talleres ferroviarios de toda la República.

La Unión de Caldereros, fundada en México en 1903, y la Unión de Forjadores, establecida en Coahuila en 1906, tuvieron un éxito semejante. Los ferrocarrileros de Chihuahua se unieron constituyendo la Sociedad de Obreros y, en 1907, la Gran Liga de Empleados de Ferrocarril unificó bajo una sola bandera a 15 000 obreros.

Cuando al fracasar la huelga de 1908 se disolvió la Gran Liga, un sector de los trabajadores del ferrocarril celebró dos años después una reunión en Monterrey, donde se fundó la Unión de Conductores, Maquinistas, Garroteros y Fogoneros, que sobrevivió al régimen porfirista y al caótico periodo que le siguió.

Estas asociaciones de ferrocarrileros patrocinaron en una u otra ocasión alguna huelga, ya que prácticamente eran sindicatos, y el régimen de Díaz siempre intervino para sofocarlas.

Los obreros textiles tomaron medidas semejantes para organizarse. En vísperas de la huelga de 1907 se formaron sociedades de ayuda mutua en Nogales, Santa Rosa y Río Blanco. Los obreros textiles, impulsados por la propaganda del Partido Liberal Mexicano, creación de Ricardo Flores Magón, establecieron el Gran Circulo de Obreros Libres, que quizá fue el primer «verdadero sindicato mexicano«. Según Rosendo Salazar, uno de los primeros portavoces del movimiento obrero, el Gran Circulo llegó a tener ochenta filiales en las fábricas textiles de la República.

Entretanto su dirección emprendió la publicación de Revolución Social, periódico obrero militante. Alarmados por el éxito del Gran Círculo, los magnates textiles de Puebla decidieron despedir a cualquier obrero que se afiliara a un sindicato, ante lo cual los trabajadores del poblado industrial de Atlixco, cercano a Puebla, protestaron abandonando su trabajo.

Cuando el Gran Círculo se precipitó en ayuda de los huelguistas, los administradores de las fábricas textiles de Puebla, Tlaxcala y Veracruz cerraron las plantas, medida que provocó la ira de los obreros y que los indujo a declarar una huelga generad que paralizó toda la industria textil del país.

En el momento más álgido del conflicto estuvieron suspendidas las actividades de noventa y tres fábricas, entre ellas tres en Chihuahua, una en Sonora y siete en Coahuila. Antes de que Díaz sofocara el movimiento miles y miles de obreros apoyaron la protesta, pero el fracaso hizo un daño irreparable al Gran Círculo de Obreros Libres.

También Cananea era terreno fértil para los propagandistas del Partido Liberal Mexicano, y todos y cada uno de los dirigentes de la, huelga de 1906 eran miembros del Club Liberal de Cananea, afiliado al partido de Flores Magón. Diéguez, uno de los jefes huelguistas, presidía la Unión Liberal Humanidad, que era un club abiertamente simpatizante del Partido Liberal Mexicano y de la reforma laboral.

Otro de los dirigentes de la huelga, Esteban B. Calderón, relató en una carta dirigida a los hermanos Flores Magón que había intentado convencer a los mineros de la necesidad de derrocar la tiranía de la dictadura porfirista, proponiendo que se organizara inmediatamente la Liga Minera de los Estados Unidos Mexicanos para suprimir los privilegios especiales de los extranjeros.

Este proyecto fracasó, pero en cambio Calderón y sus compañeros formaron la Unión de los Trabajadores de Cananea, primera organización que tampoco obtuvo resultados por haber sido sofocada la huelga de 1906.

De todos modos, las autoridades sonorenses nunca volvieron a tener completa confianza en la clase obrera, y este temor de que hubiera una nueva sublevación obrera o una revolución persistió en los círculos oficiales.

Hasta la caída de la dictadura porfirista, las autoridades estatales estuvieron siempre vigilando la frontera por temor a que se introdujeran armas de contrabando.

La reacción del régimen de Díaz ante los conflictos laborales de Cananea y Río Blanco reveló la verdadera situación: a menos que los déspotas reinantes desaparecieran, el futuro del obrero era sombrío.

Porfirio Díaz, en el mensaje que dirigió al Congreso en abril de 1907, se jactó de haber aplastado sin tardanza y co n energía las protestas de Río Blanco, repitiendo casi a la letra las expresiones de satisfacción con que comentó la derrota de los huelguistas de Cananea.

Advirtió que tenía intención de conservar el orden público a cualquier precio y de hacer que los trabajadores respetaran los derechos ajenos. La actitud del antiguo régimen hacia el movimiento laboral tenía el sello aprobatorio personal de Díaz.

Mientras en Cananea contempló el conflicto desde la barrera, en Río Blanco intervino en calidad de árbitro, papel que aceptó a solicitud de los obreros textiles, muchos de los cuales todavía tenían confianza en él.

Díaz, que vaciló un momento antes de aceptar intervenir en esta capacidad, alegando ignorar todo acerca del conflicto, expresó un laudo quijotesco que, irónicamente, fue un reconocimiento oficial de la justicia de las quejas de los trabajadores y hasta intentó poner fi n a algunos abusos, pero dejó al obrero totalmente a la merced del capricho de las autoridades políticas.

El trabajador podría presentar sus quejas a los gobernantes del país, pero bajo ninguna circunstancia se le permitiría unirse con sus camaradas para defender sus intereses. Sólo podría pedir justicia. La resolución de Díaz, pues, fue favorable a los patrones y no dejó duda alguna de su posición ante los conflictos de trabajo.

Sin embargo, los obreros obtuvieron ciertas concesiones. Las empresas ofrecieron igualar los salarios en todas las fábricas donde las condiciones de trabajo fueran semejantes, aunque los trabajadores no favorecidos por este acuerdo quedaron a la merced de los dirigentes del capital.

El tabulador de salarios uniformes se basaría en las remuneraciones más altas existentes en la industria textil, y recompensaría al obrero dedicado con empeño a su trabajo.

Los fondos reunidos por concepto de multas impuestas a los obreros se destinarían a ayudar a sus viudas y huérfanos; las empresas abandonarían la práctica de hacer descuentos a los salarios para el pago de gastos médicos o para financiar la celebración de fiestas religiosas o nacionales; en cambio, en cada fábrica habría un médico al servicio de los trabajadores.

Estos únicamente serían responsables de los daños que dolosamente causaran al equipo y bienes de la fábrica, pero la empresa era la que en estos casos pronunciaría la sentencia final.

Además, a los obreros el derecho de recibir a quien quisieran en la habitación que les proporcionaba la fábrica, y el de poder quedarse en ella seis días a partir de la fecha de pérdida de su empleo, siempre que no fueran culpables de ningún delito grave contra la compañía.

Los patrones ofrecieron mejorar la calidad de las escuelas que en terrenos de las fábricas existían para los hijos de los obreros, y construir otras nuevas. Se permitiría el trabajo fabril a los niños mayores de siete años, pero sólo si tenían el consentimiento de sus padres.

A cambio de las concesiones del capital, los trabajadores tuvieron que reconocer su dependencia del patrón y del gobernante. Se obligó a los obreros a llevar siempre consigo una credencial, por cuya expedición se les cobraban cincuenta centavos, en la que los representantes de la empresa registraban su conducta y diligencia; un trabajador que no tuviera este certificado de buena conducta no podía obtener empleo alguno.

En caso de queja, el único derecho del trabajador era presentarla por escrito a la dirección de la compañía, que debía responderle en el término de quince días. Si el obrero encontraba inaceptable el veredicto su único recurso era buscar trabajo en otra parte.

Los diarios y periódicos obreros fueron obligados a aceptar edito res designados por las autoridades políticas, para que el gobierno se asegurara así de que la prensa no inflamara las pasiones de la clase trabajadora. El artículo IX de la fórmula porfirista exigía que los trabajadores de la industria textil prometieran no volver a declararse en huelga nunca, ni causar ninguna otra clase de trastornos en las fábricas.

El 7 de enero de 1907, una mayoría de los trabajadores, que por lo que parece no estaban dispuestos a someterse a este tipo de restricciones, decidió lanzarse a la lucha. Díaz recurrió a los soldados del ejército para poner fin a esta rebelión.

Para derrocar a Huerta, Venustiano Carranza y los constitucionalistas necesitaban el apoyo de los sectores económicos y políticos clave: la condena moral del usurpador no era suficiente. Madero, a pesar de su rectitud moral, perdió mucho apoyo popular porque defraudó las esperanzas de los obreros y de los reformistas sociales, pero Carranza, aprendió la lección.

Además, en su lucha contra Villa y Zapata, el primer jefe necesitaba todo el apoyo posible, especialmente porque sus rivales proclamaban clamorosamente su entusiasmo por las reformas sociales, retórica de todos los revolucionarios.

El primer jefe, aunque de corazón era conservador y defensor devoto de la tradición patronal del México rural, se convirtió de patrón e n reformador y permitió que las corrientes del cambio social que a principios del siglo xx barrieron al mundo occidental entraran a México.

Según el modelo establecido por Teodoro Roosevelt, aprendió que era eficaz recurrir a la retórica reformista para obtener la lealtad de la clase trabajadora. Era imperativo abrazar la filosofía del cambio por razones económicas y políticas, aunque no siempre de justicia social, para impedir que los revolucionarios alcanzaran la victoria.

Desde el principio, los reformistas moderados del bando constitucionalista se dieron cuenta de que había una relación notable entre la concesión de cambios y la supervivencia de la estructura socioeconómica. La actitud inflexible a una invitación a la catástrofe.

Para conservar intactas las garantías a la propiedad privada y los derechos individuales, tan caros al corazón de Carranza y de sus partidarios, el gobernante sabio se doblaba ante los vientos políticos, para impedir que los revolucionarios de objetivos radicales tomaran las riendas del gobierno.

La sabiduría política y la justicia social, ambas importantísimas para muchos reformistas que militaban en las filas constitucionalistas, exigían que las demandas de la clase trabajadora fueran atendidas.

Este sentimiento pragmático fue expresado mejor por el ala obregonista. Desde el principio y por necesidades tanto ideológicas como políticas, Rafael Zubarán, Jesús Urueta y Adolfo de la Huerta aconsejaron una pronta reforma laboral.

Cuando la batalla contra Victoriano Huerta estaba en su punto más álgido, Zubarán pidió a Luis Quintanilla, que en ese momento se encontraba en París, un informe sobre la legislación obrera en los países europeos.

También solicitó informes sobre los ministerios, departamentos u oficinas del trabajo, sobre las leyes de protección contra los accidentes de trabajo, los tabuladores de salarios mínimos y «todo lo que se relacione con la cuestión obrera, pues tenemos interés de estudiar eso de una manera detenida.

Los obregonistas, en cuanto a los problemas del trabajo, encontraron almas afines dentro del círculo de los aliados más estrechos de Carranza. Un buen número de constitucionalistas fieles al primer jefe se declararon partidarios de leyes sobre el trabajo, en especial Luis Cabrera, Cándido Aguilar (pariente político de Carranza), Gustavo Espinosa Mireles y Pastor Rouaix. Más tarde, este último colaboró en la redacción del Código del Trabajo de la nueva Constitución.

Estos hombres propugnaban un Estado moderno donde hubiera garantías tanto para el capital como para el trabajador. Sus ideas sobre varios asuntos fundamentales estaban en contradicción con las de otros partidarios del primer jefe político poco inclinado a aceptar las demandas de la clase obrera. Félix Palavicini y el ala conservadora del constitucionalismo, que sin duda alguna estaban más cerca de la filosofía del primer jefe, aceptaron de mala gana lo inevitable.

También varios comandantes militares carrancistas, desde sus cargos de gobernadores estatales, apoyaron desde el principio la reforma laboral. En 1914, Alberto Fuentes decretó en Aguascalientes la jornada máxima de nueve horas y el domingo como día de descanso obligatorio para los obreros y campesinos.

Eulalio Gutiérrez, que más tarde fue presidente en el gobierno de la Convención, patrocinó como gobernador de San Luis Potosí un Código del Trabajo que ofrecía a los obreros y campesinos un salario mínimo, la jornada máxima de nueve horas, la supresión de las tiendas de raya y el establecimiento de un Departamento del Trabajo.

En diciembre de 1915, el gobernador de Puebla, Luis G. Cervantes, reconoció audazmente «la personalidad jurídica a los sindicatos» y estableció juntas especiales de arbitraje para que mediaran en los conflictos industriales. Ya en 1916, Sonora, Yucatán y Veracruz habían aprobado ciertas leyes avanzadas sobre el trabajo.

Las de Sonora garantizaban a los obreros un salario mínimo de tres pesos diarios, la jornada de ocho horas, el descanso los domingos, prohibían el trabajo nocturno a las mujeres y a los niños y establecían la Cámara del Trabajo.

En Veracruz, el gobernador Cándido Aguilar elaboró en octubre de 1914 un Código del Trabajo muy completo, que exigía además a los patrones el sostenimiento de escuelas primarias para los hijos de sus trabajadores, y más tarde, en enero de 1916, concedió a los obreros el derecho de organizarse en sindicatos, y de negociar con sus patrones por medio de representantes.

El decreto de Cándido Aguilar, que fue una resonante proclama en favor del trabajador, se proponía «considerando que para desarrollar la capacidad cívica del proletariado es indispensable despertar la conciencia de su propia personalidad, así como darle a conocer sus intereses económicos».

Por si e l significado pudiera ser oscuro, este documento exhortaba al trabajador a unirse con sus compañeros «para percibir el producto y gozar de los beneficios de su trabajo». Ya a mediados de 1915, el mismo general Pablo González, aliado del primer jefe, había estampado su firma a las leyes que disponían la reforma laboral en Puebla y en Veracruz.

El gobierno central dirigió su atención a los problemas del trabajo en diciembre de 1914. Era un momento grave, porque Villa y Zapata habían arrojado de la capital al primer jefe. El constante aumento del costo de la vida había agravado las angustias de los asalariados, especialmente los obreros textiles, elemento de gran importancia en el territorio controlado por los constitucionalistas que se enfrentaba a problemas más y más difíciles.

A pesar de las promesas del régimen huertista, la tabulación de salarios y las ordenanzas que regían los sueldos y las condiciones de trabajo en la industria textil databan del verano de 1912, pero las empresas no habían dado cumplimiento a las reformas dispuestas por Madero.

Para poner al día los reglamentos y satisfacer la demanda de aumento de salarios en la industria textil, el Departamento del Trabajo sugirió que se promulgaran nuevas leyes.

Su recomendación reconocía que los fabricantes de telas «no siempre habían compartido sus ganancias con el obrero», y «se habían enriquecido a sus expensas».

Unos funcionarios del Departamento que estaban haciendo un viaje de inspección de las fábricas de Orizaba, pidieron con urgencia a Pastor Rouaix, alto funcionario de la Secretaría de Fomento, que convocara una reunión de patrones y obreros para permitir a estos últimos expresar sus quejas.