Transmisibilidad del nombre

Desde luego tenemos como dato importante para solucionar este problema, el de que los apellidos, o sea, los nombres patronímicos no se confieren por virtud de la muerte de aquel que aparezca como jefe de la familia, sino que se otorgan a los descendientes de pleno derecho, cuando son legítimos, en el momento de que nacen o posteriormente al ser reconocidos o legitimados.

«El apellido se adquiere solamente a título original: por matrimonio (en nuestro derecho la mujer casada sólo agrega a su apellido el de su marido, con la partícula «de», para indicar su nuevo estado que le otorga el matrimonio), nacimiento, legitimación, reconocimiento, declaración judicial de paternidad o maternidad, adopción, etc. (artículos citados en el n. 1, y arts. 299 y 408). Pero en este último caso, el adoptado añade al de la familia de origen, que el apellido del adoptante». (Francesco Messineo, ob. cit., t. II, pág. 8).

Por otra parte, en virtud del testamento, no puede transmitirse el apellido a un extraño, ni tampoco puede realizarse el acto de transmisión como consecuencia directa y única del testamento. Si el derecho fuese transmisible hereditariamente, habría la posibilidad de que aquel que tenga un nombre y apellido pudiera transmitirlo y el heredero quedaría autorizado legalmente para usar ese nombre y apellido. Esta consecuencia jurídica desde luego no se presenta en el derecho hereditario; la función del testamento no se refiere sino a la transmisión de bienes, derechos y obligaciones que no se extinguen con la muerte y a la declaración y cumplimiento de deberes jurídicos para después de la misma; no queda incluido dentro del objeto del testamento, el transmitir un apellido.

Por otra parte, la ley no faculta al heredero para poder cambiar su nombre y apellido por virtud de esa transmisión testamentaria. Todo cambio en el nombre debe ser consecuencia de una declaración judicial, en donde se justifica la razón de ser del mismo, o bien debe presentarse como una modificación del estado civil de las personas, tal como ocurre en los hijos legitimados, en los hijos naturales reconocidos y en los adoptivos. Queda, por consiguiente, eliminada esta posibilidad de que el nombre pudiera transmitirse por sucesión testamentaria.

«Conservación del nombre patronímico de la mujer.- Contrariamente a la opinión vulgar, el matrimonio no hace que la mujer adquiera el nombre de su marido. Nada en la ley supone que el matrimonio implique como consecuencia el cambio de nombre de la mujer, como produce el cambio de nacionalidad. Por otra parte, ninguna razón existe para esto, puesto que el nombre indica la descendencia. Por tanto, el único nombre de la mujer casada es el de su familia, su nombre de señorita, el que recibió de su padre. Con este nombre debe ser designada en los actos civiles o judiciales en que intervenga, y en la práctica, la mayoría de los notarios y otros redactores de actos observan esa regla; lo único que debe hacerse es indicar su estado de casada, haciendo seguir su nombre, por el apellido de su marido». (Planiol, ob. cit., t. I, pág. 204).