Coleccionista

Cuento escrito por Emilia Pardo Bazán. Al notar los vecinos que la puerta no se abría, como de costumbre, que la vejezuela no bajaba a comprar la leche para su desayuno, presintieron algo malo; enfermedad grave y repentina, muerte súbita quizá…, ¿tal vez crimen?

Llamaban de apodo a la mendiga -a quien, por cierto, se le conocía muy bien que había tenido otra posición en otros días- la Urraca. Era debido el sobrenombre a que la buena mujer se traía para casa toda especie de objetos que encontraba en la calle. Como las urracas ladronas, cogía lo que veía al alcance de sus uñas, sin más fin que ocultarlo en su nido. La Urraca -cuyo nombre verdadero era Rosario- no hubiera tomado de un cajón un céntimo; pertenecía a la innumerable hueste de descuideros de Madrid que juzga suyo cuanto cae a la vía pública.

Algunas excelentes albanas recordaba y podía inscribir en sus fastos la vieja, conseguidas al mendigar ante la portezuela de los coches particulares. Al subirse las señoras, al bajarse, son frecuentes las pérdidas de bolsos, saquillos, tarjeteros, abanicos, pañuelos y otras menudencias.

Rosario, «tía Rosario», como le decían las vecinas, veía con ojos de gavilán rapiñero caer el objeto, precioso o baladí, y nunca se dio caso de que lo restituyese. Había tocado el barro del arroyo, y para la gente del arroyo era. Aparte de este criterio, a la Urraca se le podían fiar miles de pesetas; cada uno entiende la probidad como la entiende.

La Urraca, vestida con un mantón de indefinible tono térreo, tocaba la cabeza con un pañuelo negro verdoso, de algodón, salía diariamente, en lo más crudo del invierno y en lo más achicharrante del verano, a pedir y a merodear. Cuando los alcaldes hacían justicia de enero y apretaban en que los pordioseros fuesen recogidos, tía Rosario no extendía la mano; se limitaba a espigar, como siempre, las porquerías del arroyo. Pasada la racha, reincidía. «¡… Para esta abuelica de más de setenta años!… ¡La pobre abuelica, que está muy enferma, que tiene un mal que la mata!… ¡Un perrillo, señora marquesa!…»

La Urraca distribuía los títulos a su modo: las señoras gordas y cincuentonas, marquesas de fijo; las damas de pelo blanquísimo y avanzada edad, duquesas; las buenas mozas de treinta a cuarenta, condesas. Era cuanto sabía de heráldica.

Nadie había penetrado jamás en la vivienda de la mendiga. Por lo mismo, la curiosidad de las vecinas era aguda, rabiosa. ¿Qué encerraba aquel misterioso cuarto tercero interior de la calle de las Herrerías? Y casi -al tener un pretexto para descorrer el velo del misterio- se alegraron, sin decirlo, de lo que hubiese podido ocurrir.

Dos horas después la autoridad penetraba en el domicilio de Rosario. Desde la misma puerta, el hedor cadavérico atosigaba.

Lejos de encontrar, como pensaron, una especie de desván lleno de trastos en desorden, de inmundicias, hallaron tres habitaciones de pobre mobiliario, pero muy arregladas, barridas y sin señal de polvo. La vejezuela, en efecto, sacaba diariamente la basura a la calle envuelta en un periódico y oculta bajo el indefinible mantón color de tierra; y lejos de guardar, como la urraca, las cosas que absolutamente nada valían, las desechaba al día siguiente de recogerlas, previo el más minucioso trabajo de clasificación que se ha realizado nunca con despojos y residuos de la vida en una capital.

Centenares de cajitas de tabacos, de esas pulcras cajitas cuya madera seca y sedosa conserva el aroma de los habanos que han contenido, servían a la Urraca para almacenar y guardar, con primoroso orden, su botín. Se supo después lo que las cajas contenían: como que hubo que tasarlo e inventariarlo. Unas encerraban guantes, doblados, delicadamente; otras, pedazos de encaje; otras, alfileres de todos tamaños y formas, horquillas de todos los metales, peines, jabones, pañuelos, alguno de ellos blasonado y enriquecido con puntos de aguja y Venecia… Había flores artificiales, objetos de cotillón, desdorados y marchitos; portamonedas de plata, piel y cartón vil; devocionarios, libritos de memorias, peinas de estrás, agujas de sombreros, frascos de esencias y de medicinas. Había retratos, cartas de amor, letras sin cobrar y, en una cajita especial, billetes de Banco, una bonita suma. Más extrañó el contenido que encerraba un cofre de hierro: amén de ¡un collar de perlas!, alhajillas de menos valor, piedras sueltas, un reloj muy malo, dos o tres sortijas…

Prolijo en verdad sería el recuento del contenido de las cajas: recuérdese todo lo que puede hallarse en la calle, todo lo que diariamente se pierde en una populosa ciudad. ¿Quién no ha tenido, al volver a casa después de un paseo o de una reunión, la sensación desagradable de que algo le falta? ¿Quién no ha echado de menos, al desnudarse, la joya, el manguito, la cadena de los lentes? Fácil es inferir lo que en treinta y cinco años de mendicidad y rapiña llegó a reunir la Urraca.

Y allí estaba la vieja sobre su cama mísera, con el rostro ya afilado: sin duda la muerte la había sorprendido en el primer sueño… La raída manta, rechazada en algún espasmo de la agonía, colgaba, caída hacia el lado izquierdo, descubriendo el cuerpo sarmentoso, los secos pies de esparto, las canillas como palos de escoba maltratados por el uso… Diríase que pies y piernas cansados y gastados de tanto pisar la calle, de tanto vagabundear acechando la presa, se habían rendido y pedían descanso. La camisa, remendada, cubría mal el resto de la anatomía pavorosa de la mendiga. Las greñas, lacias, se esparcían sobre la almohada, de percalina gris, sin funda de tela.

Ropas y mobiliario acusaban la miseria, la sórdida vida de una pordiosera reducida a lo estricto.

El vecindario quedó algo desilusionado: no había crimen; no había ni aun delito; ni asesinato, ni robo. La Naturaleza era la autora de aquella muerte oscura, solitaria, quizá sin sufrimiento, y que bien podía atribuirse a la falta de todo cuidado, al desabrigo bajo la intemperie matritense, a la vida antihigiénica de la mísera Urraca… Si la anciana hubiese echado mano de los recursos no escasos que poseía; si hubiese tenido buena alimentación, un mantón nuevo y lanoso, zapatos que no embarcasen la humedad, ropa interior de franela…, diez años más, tal vez, hubiese podido vivir. Pero -al menos, así me lo he explicado- entonces no hubiese gozado una felicidad que debió de compensarla todas las privaciones voluntariamente sufridas, el frío en el estómago y en los huesos, el puchero aguanoso, el calzado ensopado, que «se ríe»… ¡No hubiese experimentado esas fruiciones sabrosas que disfruta la vejez en compensación de tantas dichas como pierde! ¡No hubiese saboreado la gustosa locura del coleccionismo, el goce egoísta y callado de reunir lo que nadie ve y lo que de nada nos ha de servir!

Sí, esta era la clave; yo no podía dudarlo: la Urraca coleccionaba. ¿Qué? Todo; los objetos que nunca, dada su condición social, hubiese podido poseer; los objetos que a ningún fin podía aplicar; los objetos más heteróclitos, pero cuya busca, en la calle, constituía la ventura y la pasión de su ancianidad. Cazadora en la selva de la capital, de noche, a la luz de la pobre candileja, experimentaría emociones de intensidad violentísima al recontar y clasificar el botín. Allí estaban las riquezas que otros habían dejado de poseer y que ahora formaban el tesoro de la mendiga: allí estaban, deslumbradoras. ¿Desmembrarlas? ¡Nunca! Ni aun tocaría al billete de Banco hallado entre el cieno, a la puerta del Casino o en el umbral de la tienda… Si se deshiciese de sus hallazgos, ¿qué placer o qué comodidad podrían compensar el de guardarlos, de saber que los tenía allí, que aumentaban cada día, con la exploración ardiente en la manigua urbana? Cuanto más la aumentaba, crecía la avaricia de enriquecer la colección… Ni ante la muerte la hubiese descabalado…

Y eché la última ojeada al cadáver de la mujer que fue feliz a su manera, que gozó emociones de refinada y estética intensidad…