Campanilla

Cuento escrito por Guy de Maupassant. ¡Son extraños, esos antiguos recuerdos que nos obsesionan sin que podamos desprendernos de ellos!

Este es tan viejo, tan viejo, que no puedo comprender cómo ha permanecido tan vivo y tenaz en mi mente. He visto después tantas cosas siniestras, emocionantes o terribles, que me asombra que no pase un día, ni un sólo día, sin que la figura de la tía Campanilla aparezca ante mis ojos, tal como la conocí, en tiempos, hace mucho, cuando yo tenía diez o doce años.

Era una vieja costurera que venía una vez a la semana, todos los martes, a repasar la ropa en casa de mis padres. Mis padres vivían en una de esas casas de campo llamadas castillos y que son simplemente antiguas mansiones de tejado puntiagudo, de las cuales dependen cuatro o cinco granjas agrupadas a su alrededor.

El pueblo, un pueblo grande, una villa, aparecía a unos cientos de metros, agolpado en torno a la iglesia, una iglesia de ladrillos rojos ennegrecidos por el tiempo.

Así, pues, todos los martes la tía Campanilla llegaba entre seis y media y siete de la mañana y subía enseguida al cuarto de costura para ponerse al trabajo.

Era una mujer alta y flaca, barbuda, o mejor dicho peluda, pues tenía barba en toda la cara, una barba sorprendente, inesperada, que crecía en penachos inverosímiles, en mechones rizados que parecían diseminados por un loco en aquel gran rostro de gendarme con faldas. Los tenía sobre la nariz, bajo la nariz, alrededor de la nariz, en el mentón, en las mejillas; y sus cejas, de un espesor y de una largura extravagantes, completamente grises, tupidas, erizadas, parecían enteramente un par de bigotes colocados allí por error.

Cojeaba, no como cojean los lisiados normales, sino como un barco anclado. Cuando asentaba sobre la pierna sana el gran cuerpo huesudo y desviado, semejaba tomar impulso para remontar una ola monstruosa, y después, de repente, se lanzaba como para desaparecer en un abismo, se hundía en el suelo. Su marcha despertaba la idea de una tempestad, de tanto como se balanceaba al mismo tiempo; y su cabeza, siempre tocada con un enorme gorro blanco, cuyas cintas flotaban a su espalda, parecía atravesar el horizonte, del norte al sur y del sur al norte, a cada uno de sus movimientos.

Yo adoraba a esta tía Campanilla. Tan pronto como me levantaba subía al cuarto de costura, donde la encontraba instalada cosiendo, con un estufilla bajo los pies. En cuanto yo llegaba, me obligaba a coger la estufilla y a sentarme encima para que no me acatarrase en aquella vasta pieza fría, situada bajo el tejado.

-Eso te hace circular la sangre -decía.

Me contaba historias mientras zurcía la ropa con sus largos dedos ganchudos, que eran muy vivos; sus ojos, tras unas gafas con cristales de aumento, pues la edad había debilitado su vista, me parecían enormes, extrañamente profundos, dobles.

Tenía, por lo que puedo recordar de las cosas que me decía y que conmovían mi corazón de niño, un alma magnánima de pobre mujer. Sus juicios eran lisos y llanos. Me contaba los acontecimientos del pueblo, la historia de una vaca que se había escapado del establo y a la que habían encontrado, una mañana, ante el molino de Prosper Malet, viendo cómo giraban las alas de madera, o la historia de un huevo de gallina descubierto en el campanario de la iglesia sin que nadie entendiera nunca qué animal había ido a ponerlo allí, o la historia del perro de Jean-Jean Pilas, que había ido a recuperar a diez leguas del pueblo los calzones de su amo robados por un transeúnte mientras se secaban frente a la puerta después de una mojadura. Me contaba estas ingenuas aventuras de tal forma que adquirían en mi mente proporciones de dramas inolvidables, de poemas grandiosos y misteriosos; y los ingeniosos cuentos inventados por poetas y que me narraba mi madre, por la noche, no tenían el sabor, la amplitud, la potencia de los relatos de la aldeana.

Ahora bien, un martes en que me había pasado toda la mañana escuchando a la tía Campanilla, quise volver a subir a su lado por la tarde, después de haber ido con el criado a coger avellanas en el bosque de Hallets, detrás de la granja de Noirpré. Lo recuerdo todo tan claramente como las cosas de ayer.

Ahora bien, al abrir la puerta del cuarto de costura, vi a la vieja costurera tendida en el suelo, al lado de su silla, boca abajo, con los brazos extendidos, sujetando aún la aguja en una mano y, en la otra, una de mis camisas. Una de sus piernas, la larga sin duda, con una media azul, se estiraba bajo la silla; y las gafas brillaban junto a la pared, habiendo rodado lejos de ella.

Escapé lanzando agudos gritos. Acudieron; y me enteré al cabo de unos minutos de que la tía Campanilla había muerto.

No sabría expresar la emoción profunda, punzante, terrible, que crispó mi corazón de niño. Bajé a pasitos cortos al salón y fui a esconderme en un rincón oscuro, hundido en una inmensa y antigua butaca donde me arrodillé para llorar. Sin duda me quedé allí mucho tiempo, pues cayó la noche.

De repente entraron con una lámpara, aunque no me vieron, y oí a mi padre y mi madre conversar con el médico, cuya voz reconocí.

Habían ido a buscarlo a toda prisa y él explicaba las causas del accidente. No entendí nada, por lo demás. Después se sentó, y aceptó una copa de licor y unas galletas.

Seguía hablando; y lo que dijo entonces se me quedó y se me quedará grabado en el alma hasta la muerte. Creo que incluso puedo reproducir casi exactamente los términos que utilizó.

-¡Ah! -decía- ¡pobre mujer! Fue mi primera cliente. Se rompió la pierna el día de mi llegada y ni siquiera había tenido tiempo de lavarme las manos al bajar de la diligencia cuando vinieron en mi busca a toda prisa, pues era grave, muy grave.

«Tenía diecisiete años y era una chica guapísima, ¡muy guapa, mucho! ¡Quién lo diría! En cuanto a su historia, jamás la conté; y nadie, salvo yo y otra persona que ya no está en la comarca, la supo nunca. Ahora que ha muerto, puedo ser menos discreto.

«En aquella época acababa de instalarse en la villa un joven maestro que tenía un hermoso rostro y el esbelto talle de un suboficial. Todas las muchachas corrían tras él, y se hacía el interesante, pues además le tenía mucho miedo al director de la escuela, su superior, el señor Grabu, que no todos los días se levantaba de buenas.

«El señor Grabu empleaba ya entonces como costurera a la hermosa Hortense, que acaba de morir en su casa y a la cual bautizaron más adelante como Campanilla, después de su accidente. El maestro se fijó en la guapa chiquilla, quien sin duda se sintió halagada por la elección del inexpugnable conquistador; el caso es que lo amó, y que él consiguió una primera cita, en el desván de la escuela, al final de todo un día de costura, al llegar la noche.

«Ella fingió regresar a casa, pero en lugar de bajar la escalera al salir de casa de los Grabu, la subió, y fue a ocultarse entre el heno, para esperar a su enamorado. Él se reunió en seguida con ella, y empezaba a galantearla cuando la puerta del desván se abrió de nuevo y apareció el maestro de escuela, preguntando:

«-¿Qué hace usted aquí arriba, Sigisbert?

«Viéndose cogido, el joven maestro, azarado, respondió estúpidamente:

«-Subí a descansar un rato en las gavillas, señor Grabu.

«El desván era muy grande, muy vasto, estaba absolutamente negro; y Sigisbert empujaba hacia el fondo a la desconcertada joven, repitiendo:

«-Váyase, escóndase. Voy a perder mi puesto, ¡escape, escóndase!

«El maestro de escuela, al oír susurros, prosiguió:

«-¿No está usted solo?

«-¡Claro que sí, señor Grabu!

«-Claro que no, puesto que está hablando.

«-Le juro que sí, señor Grabu.

«-Pronto voy a saberlo -prosiguió el viejo; y, cerrando la puerta con doble vuelta de llave, bajó a buscar una vela.

«Entonces el joven, un cobarde como hay muchos, perdió la cabeza y repetía, enfurecido de repente:

«-Escóndase, que no la encuentre. Por su culpa voy a perder mi pan. Va usted a destrozar mi carrera.. ¡Escóndase de una vez!

«Se oía la llave que giraba de nuevo en la cerradura.

«Hortense corrió al tragaluz que daba a la calle, lo abrió bruscamente, y luego, con voz baja y resuelta:

«-Venga usted a recogerme cuando él se haya marchado -dijo.

«Y saltó.

«El señor Grabu no encontró a nadie y volvió a bajar, muy sorprendido.

«Un cuarto de hora después, Sigisbert entraba en mi casa y me contaba su aventura. La joven se había quedado al pie del muro, incapaz de levantarse, porque había caído de dos pisos. Fui a buscarla con él. Llovía a cántaros, y me llevé a mi casa a la pobre infeliz, cuya pierna derecha se había roto en tres sitios, y los huesos habían desgarrado la carne. No se quejaba, y se limitaba a decir con admirable resignación:

«-¡Justo castigo! ¡Justo castigo!

«Mandé en busca de ayuda y de los padres de la costurera, a quienes les conté la fábula de un carruaje desbocado que la había atropellado y lisiado ante mi puerta.

«Me creyeron y los gendarmes buscaron en vano, durante un mes, al responsable del accidente.

«¡Y eso es todo! Y afirmo que esta mujer fue una heroína, de la raza de las que realizan las más nobles acciones históricas.

«Aquel fue su único amor. Ha muerto virgen. Es una mártir, un alma hermosa, ¡una abnegada sublime! Y si yo no la admirase totalmente no les habría contado su historia, que nunca quise decirle a nadie en vida de ella, ya comprenderán ustedes por qué razón.»

El médico había enmudecido. Mamá lloraba. Papá pronunció unas palabras que no entendí bien; y después se marcharon.

Y yo me quedé de rodillas en mi butaca, sollozando, mientras oía un extraño ruido de pasos pesados y de choques en la escalera.

Se llevaban el cuerpo de Campanilla.

FIN