La pintura del quattrocento

La división entre Quattrocento y Cinquecento puede resultar a veces arbitraria, puesto que es imposible marcar una fecha concreta para el arranque de lo que hoy llamamos Renacimiento. Muchos de los artistas renacentistas participan de ambos períodos, que remiten respectivamente a dos siglos diferentes, el siglo XV y el XVI.

Las ideas y los pintores están presentes en ambos siglos, aunque sí puede hablarse de dos generaciones diferentes de artistas, así como de dos núcleos predominantes cada uno en un período.

El núcleo de poder destacado durante el Quattrocento es sin duda alguna la Florencia de los Médicis, así como en el Cinquecento habremos de mencionar la Roma papal.

Como ya se ha dicho, los precedentes pictóricos del Trecento son los que determinaron el avance cualitativo del Quattrocento. Los frescos de Giotto y los paneles de Cimabue anunciaban la transformación.

La renovación artística arranca de la mano de la arquitectura; ya corrían por los círculos intelectuales voces que clamaban por una revalorización de la actividad artística.

La arquitectura italiana siempre había gozado de una mayor adaptación a la concepción humana, lejos de la espiritualidad teológica de las catedrales europeas. Ese sentido de humanismo y de ruptura con lo establecido la resumió como nadie Brunelleschi en una obra que se considera una auténtica proclamación de intenciones: la cúpula de Santa María de las Flores.

De una amplitud nunca vista y con una pureza de líneas de singular belleza, Brunelleschi empleó las últimas novedades de la técnica para diseñarla, al tiempo que se apartaba del proceso físico de la construcción.

Es decir, planteaba la postura del creador frente a la del constructor. Además, colocó su obra en el lugar de mayor impacto social: el centro de la rica república florentina, el cruce de caminos de todas las rutas comerciales y las operaciones económicas del mundo cristiano.

De esta forma, todo el mundo pudo contemplar la novedad. Las repercusiones fueron inmediatas y la escultura recibió también un nuevo impulso hacia un ejercicio de la Razón sobre la imagen. Se abandonaron la plenitud y el hieratismo del gótico en pro de un ansia de belleza y perfección; también tuvo la escultura su manifiesto público en las Puertas del Paraíso realizadas por Ghiberti.

Por su parte, la pintura disfrutó de los logros en ambos terrenos. La sistematización de los medios constructivos requirió un gran esfuerzo científico: las matemáticas, la física y la geometría fueron las principales armas para unas edificaciones nuevas.

La pintura adopta sus postulados y a través de ellos consigue lo que será uno de sus rasgos definitorios: la perspectiva lineal. Consiste en abstraer la mirada y la posición del objeto representado, que ha de verse centrado desde una altura media, a partir de un punto único que supone una mirada ideal desde un sólo ojo.

Es un puro ejercicio mental que pretende imbuir la imagen plástica de tres dimensiones, en lugar de las dos; del románico y el gótico. Con ello se pretendía conseguir una pintura cercana a la realidad, como una ventana abierta al mundo.

La revolución fue inmediata: Masaccio, joven pintor de moda, realiza un manifiesto pictórico en su Trinidad, un fresco que finge romper los muros donde se pinta para abrir ante el fiel una supuesta capilla en la que se manifiesta el misterio de las tres personas divinas, a tamaño natural, ante los ojos asombrados del espectador.

El escándalo que causó esta imagen sólo puede compararse al que provocaron los primeros cuadros de los cubistas, y de la vanguardia en general, a principios del siglo XX. Los florentinos del siglo XV jamás se habían visto forzados a «leer» una imagen con un sistema tan complejo y el aprendizaje del nuevo lenguaje resultó una labor costosa.

De este afán científico nacen otras inquietudes aplicadas a la pintura: las leyes de la óptica regularizaron la jerarquía de los objetos representados en la lejanía, que han de ser más pequeños y menos nítidos. En este aspecto fue fundamental la aplicación de la sección áurea.

Para una correcta representación de las historias y de los personajes se hizo necesario que el pintor cultivara diversas ramas del saber: para los seres humanos se estudió anatomía y fisiología.

Los apuntes con que aquellos primeros científicos modernos ilustraban sus descubrimientos son difícilmente separables del terreno artístico. También hubieron de estudiar mitología, lenguas clásicas y teología para representar decorosamente las escenas, los vestidos, los ambientes.

La consecución de la tercera dimensión se reforzó mediante varios recursos: las figuras se colocan no sobre un fondo neutro, plano, sino en un paisaje o un interior. De esta manera, no sólo el propio volumen de la figura establece la profundidad, sino también el hecho de moverse en un espacio aéreo a su alrededor.

Las gamas tonales y el sombreado cromático ejercitados en el Trecento contribuyeron en igual medida a introducir efectos de masa, volumen y peso de las figuras.

Toda esta ebullición de ideas se vio acompañada de una profunda elaboración teórica: los propios artistas y los nobles que los patrocinaban escribieron tratados y manuales en los cuales recogían las novedades para difundirlas mejor.

Igual que el mundo visual estaba siendo ordenado en la práctica se ordenó en la teoría, lo cual lo relacionó aún más con la ciencia. En su mayor parte la producción artística siguió dedicada a la temática religiosa, con tres objetivos principales: aumentar la efectividad de la predicación, conseguir la emoción del fiel y mantener la memoria del dogma a través de las imágenes.

Sin embargo se introducen con fuerza parcelas de la pintura profana; por un lado emerge el retrato, en el cual se representan a los mecenas de los pintores o a figuras representativas del saber, moderno o antiguo.

Por otro, la irrupción del neoplatonismo florentino abre la puerta a representaciones paganas, que se readaptan al cristianismo. Se estudia astrología, cábala y moral cristiana sin ningún conflicto.

El impulso de este conocimiento de raíz oriental estuvo provocado por la caída de Constantinopla, que determina la huida de los intelectuales griegos y bizantinos hacia territorio cristiano.

Las figuras de este período son vitales para la historia universal de la pintura: además de Masaccio, Paolo Ucello, Piero Della Francesca, Andrea del Castagno y otros forman el grupo más radical entre la juventud. Sus obras no encontraron parangón en lo lejos que llevaron el arte nuevo.

En una postura más intermedia, que trata de conjugar la modernidad con las preferencias de un público más cortesano, se encuentran las figuras de Fray Angélico, como en su Anunciación, o en las de Filippo Lippi.

Las repercusiones del Quattrocento sobre el Renacimiento español y francés fueron matizadas en cualquier caso por los substratos característicos de cada nación, que no hemos de olvidar estuvieron en ambos casos muy relacionados con el gótico precedente y el poderoso influjo de la pintura flamenca que se estaba desarrollando en paralelo.

Fuente: Apuntes Historia del Arte del Renacimiento al Siglo XVII