La norma de veracidad

¿Es malo mentir? ¿Es obligatorio para un profesional decir la verdad? Si lo es, ¿Hasta qué punto ocultar la verdad empieza a ser manipulación o no respeto por la autonomía de la persona? Los casos extremos que en la práctica profesional plantean conflicto con respecto a la regla de veracidad, son innumerables.

No sólo el decálogo judeo – cristiano prescribe en su octavo mandamiento el deber de no mentir, sino que prácticamente todas las culturas y civilizaciones han considerado un valor humano fundamental practicar la veracidad para con los amigos. Pero también es una experiencia ética universal la afirmación de que este deber no es absoluto sino que determinadas situaciones autorizan que se justifique mentir.

Tradicionalmente se ha definido la mentira como la «locutio contra mentem», sería entonces la locución no coincidente entre la expresión verbal y el contenido conceptual correspondiente de la mente. En ese sentido el que miente utilizaría su facultad de hablar en contra de su propia esencia, que consiste en expresar mediante palabras el contenido de lo que en realidad se piensa.

En la moral clásica no se ha justificado nunca la mentira de forma directa pero sí a través del artilugio de la «restricción o reserva mental». Este se da cuando la persona se expresa de tal manera que las afirmaciones utilizadas son objetivamente verdaderas pero pueden inducir a error en la persona que lo escucha, ya sea por la utilización de términos ambiguos o ininteligibles o por la revelación parcial de la verdad.

La restricción mental no constituiría para la moral clásica ninguna perversión de la esencia de la palabra puesto que la expresión verbal es fiel al contenido que está presente en la mente del que habla. Por otra parte el error en el que cae quien escucha, no sería buscado directamente por quien habla – ya que este usa correctamente su facultad de locución – sino a la mala interpretación del mensaje emitido, por parte de quien lo recibe.

Es importante la definición del concepto de mentira, que a su vez implicarían dos nociones correspondientes de la regla de veracidad. La mentira sería una disconformidad entre lo que se dice y lo que se piensa con la mente, pero con una intención consciente de engañar a otro. Por el contrario, el concepto de falsedad se referiría a cuando esa disconformidad no tiene la intención de engañar ni perjudicar a nadie. E incluso, en ciertas ocasiones podría tener el propósito de hacer un bien.

La regla de veracidad tendría que entenderse como la prescripción de no omitir la información merecida por la persona. En este caso, la falta a la veracidad se cometería por una omisión.

Por nuestra parte, creemos que la fundamentación ética de la norma de veracidad, está en el Principio de Respeto por la Autonomía de las personas.

No defender el derecho de las personas a tomar decisiones sobre sus vidas, que no perjudican a otros, sería violar su derecho a la autonomía. Y las personas no pueden tomar decisiones sobre sí mismas si no reciben la información veraz para hacerlo.

Siguiendo la primera definición vista más arriba, la regla de veracidad sería claramente inmoral en los casos en que se quiera engañar a la persona para hacerle daño o explotarla; pero en aquellas situaciones en que el engaño es imprescindible para lograr beneficiar o no perjudicar a la persona, la calificación de inmoral se hace más difícil.

En dichas circunstancias parece justificable decir que la regla de veracidad debe quedar subordinada al principio de no perjudicar a los demás. El ejemplo clásico en este sentido es el del asesino que persigue a la víctima que piensa matar, y pregunta si he visto donde ha ido. Si yo lo sé, la veracidad me obligaría a decirle la verdad, pero con mi información hago que el homicida ejecute su delito.

Si le miento, transgredo la norma, pero respeto el deber de toda persona de defender la Autonomía de los demás, que implica como nivel mínimo de obligatoriedad defender su vida e integridad personal. Teniendo en cuenta este ejemplo, podemos decir, que el deber de decir la verdad es una obligación «prima fascie», al igual que en el caso de la norma de confidencialidad. Es decir, debe cumplirse siempre que no entre en conflicto con el deber profesional de respetar un principio de superior entidad, que en este caso es el de
Autonomía y el de Beneficencia.

El profesional no sólo está vinculado por la regla de veracidad como definimos antes en el primer sentido (no decir lo falso); sino en el segundo, decir lo que la persona tiene derecho a saber. Los códigos de ética para profesionales generalmente no hablan, como tal, de la regla de veracidad, pero de hecho la plantean cada vez que formulan deberes que tienen que ver con un adecuado conocimiento científico y con una información veraz a sus clientes.

Es decir, no admiten como éticamente justificado que – por causa de la ambigüedad o de la falta de información – la persona adquiera del profesional expectativas que no corresponden con la realidad o con la verdad, ya sea de los procedimientos que se usarán en el curso de la intervención o aún de su propia capacitación profesional para resolver ciertos problemas. De ahí que deba evitar todo tipo de engaño o ambigüedad explícitos, y hacer todo lo posible para que su actuación no induzca involuntariamente a malentendidos. Por otro lado debe evitar la ocultación de la debida información, necesaria para preservar la legítima autonomía de los individuos.

El derecho fundamental del individuo es a ser respetado como fin y no utilizado como medio. Cada persona en la medida que es centro de decisiones tiene derecho a autodisponer de sí en aquella esfera que le compete a sí. El respeto a la autonomía se posibilita por la regla de veracidad y se instrumenta por el consentimiento. Cuando la veracidad es base de la relación profesional-persona y el derecho a la Autonomía se reconoce como inmanipulable, entonces es posible que se dé un auténtico acuerdo entre iguales, que se debe poner en práctica mediante el instrumento del consentimiento válido.

La regla de veracidad y su instrumentación práctica: la decisión informada o el consentimiento válido desplazan la decisión – que en otras circunstancias estaría en manos del profesional –, a su verdadero lugar: la propia persona.

Esta óptica es aplicable a todas las profesiones sin excepción. Aún en aquellas como la medicina – en las que el tema del consentimiento quedaba muchas veces sustituido por la decisión «paternal» del médico que solía juzgar cual era «el mejor interés» del individuo – , se considera que es ilícito la ausencia indiscriminada del consentimiento.

Fuente: Apunte de Ética Para el Diseño Gráfico de la U de Londres