Para encubrir su horror, va de mal en peor Narración XXX

Cuento escrito por Margarita de Navarra. En tiempos del rey Luis XII, siendo prelado de Aviñón uno de la casa de Amboise, llamado Georges, sobrino del legado de Francia, vivía en la región del Languedoc una dama (cuyo nombre callaré por respeto a su estirpe) que tenía más de cuatro mil escudos de renta. Quedó viuda muy joven y madre de un solo hijo; y tanto por el pesar que sentía por la muerte de su marido como por amor a su hijo, decidió no volver a casarse nunca y, para evitar la ocasión, no quiso tratar más que con gentes devotas, pensando que quien quita la ocasión quita el pecado. La joven dama viuda se entregó de tal forma al servicio de Dios, huyendo totalmente de toda compañía mundana, que incluso se abstenía de asistir a una boda o de escuchar los órganos de las iglesias.

Cuando su hijo alcanzó la edad de siete años, tomó a su servicio a un hombre de vida santa para que le sirviera de ayo, quien educara a su hijo con tanta santidad y devoción. Así que el hijo alcanzó la edad de catorce o quince años, la Naturaleza, que es un preceptor secreto, encontrándolo demasiado bien alimentado y ocioso, le dio una lección que no le enseñara su ayo, y él comenzó a mirar y desear las cosas que encontraba bellas, y entre otras, a una muchacha que dormía en la habitación de su madre. Nadie se apercibió de esto, porque siempre se pensaba en él como un niño, y además, en toda la casa no se oía más que hablar de Dios.

El joven comenzó a perseguir a la muchacha a escondidas, y ésta fue a decirlo a su señora, quien amaba tanto a su hijo que le reprochó que quisiera presentárselo como odioso. Pero tanto insistió la muchacha que su señora le dijo:

-Yo averiguaré la verdad y lo castigaré si es como me decís. Pero igualmente os digo que si vos lo habéis dado por supuesto y resulta no ser cierto, recibiréis vos el castigo.

Y, para hacer la experiencia, le ordenó que enviara recado a su hijo para que viniera a medianoche a acostarse con ella en la cama próxima a la puerta en que la muchacha acostumbraba dormir sola. La muchacha obedeció a su señora y, cuando llegó la noche, fue ésta quien se puso en su lugar, decidida si era cierto todo, a castigar a su hijo de tal forma que nunca más se acostaría con una mujer sin recordarlo. En estos pensamientos y llena de cólera, vino el hijo a acostarse.

Pero no podía imaginar que él quisiera hacer algo deshonesto; así que esperó a hablarle cuando tuviera alguna prueba de su mala voluntad, no pudiendo creer, por pequeños detalles, que su deseo pudiera llegar hasta lo criminal. Pero su paciencia fue tan grande y su naturaleza tan frágil que ella convirtió su cólera en un placer por demás abominable, olvidando su condición de madre. Y, así como el agua, retenida por la fuerza, cobra más impetuosidad cuando se la deja ir que la que corre normalmente, así esta infeliz mujer mudó su gloria al dar rienda suelta a los impulsos de su cuerpo. Y cuando quiso descender el primer escalón de su honestidad, se encontró de improviso llevada hasta el último y, aquella noche, embarazó de aquel a quien quería impedir que hiciera hijos a las demás.

Y aún no se había consumado el pecado cuando los remordimientos de conciencia le produjeron tan gran tormento que nunca más en su vida la abandonó el arrepentimiento, que fue tan fuerte desde el principio que se levantó de junto a su hijo, que aún seguía pensando se trataba de la muchacha, y marchó a un cuarto retirado donde, recordando su buen propósito y su mala ejecución, pasó toda la noche sola llorando y lamentándose. Mas, en lugar de humillarse y reconocer la debilidad de nuestra carne, que sin la ayuda de Dios no puede hacer otra cosa que pecado, quiso por sí misma y por sus lágrimas satisfacer al pasado y con su prudencia evitar lo malo del porvenir, excusando su pecado por la ocasión y no por la malicia, para la cual no hay más remedio que la gracia de Dios, y así pensó hacer algo para que en el futuro no pudiera caer en inconveniente análogo; y, como si no hubiera más que una especie de pecado por el que se condenaran las personas, puso todas sus fuerzas en evitar aquél.

Pero la raíz del orgullo, que el pecado extremo debe sanar, creció de tal forma en su corazón que, al evitar un mal, hizo varios otros. Y a la mañana siguiente, apenas amaneció, envió a buscar al ayo de su hijo y le manifestó:

-Mi hijo comienza a crecer y es hora de que salga de esta casa. Tengo un pariente que vive más allá de los montes, con el gran señor de Chaumont, que se sentirá muy contento de tenerlo en su compañía. Así que, desde ahora mismo, emprended la marcha hacia allá; y a fin de que mi pesar ante su marcha sea menor, prohibidle que venga a decirme adiós.

Y, dicho esto, le entregó el dinero necesario para su viaje, haciendo partir al joven aquella misma mañana, con lo que él se sintió muy feliz, ya que no deseaba otra cosa, tras el goce con su amiga, que ir a la guerra.

La dama vivió mucho tiempo con una gran tristeza y melancolía, y a no ser por el temor de Dios hubiera deseado entonces el fin del desdichado fruto que llevaba en sus entrañas. Fingió estar enferma, para que el manto cubriera su estado. Y cuando estuvo a punto de parir, no habiendo hombre en el mundo en el que depositara tanta confianza como en un hermano bastardo que tenía, a quien había hecho grandes favores, lo envió a buscar y le contó su mala fortuna (sin confesarle que fuera su hijo), rogándole que la socorriera en su honor, cosa que él hizo, y algunos días antes del que debía parir, le aconsejó que cambiara de aires y fuera a su casa, donde recuperaría la salud antes que en la suya.

Allá fue ella con pocos servidores, donde encontró a una partera mandada venir por la mujer de su hermano, que en una sola noche, y sin saber quién era, la ayudó a dar a luz a una hermosa niña. El caballero la entregó a una nodriza y la quiso y cuidó como si fuera suya. La dama , después de estar allí un mes, volvió sola a su casa, donde vivió más austeramente que nunca entre ayunos y disciplinas.

Mas cuando su hijo se hizo hombre, viendo que por el momento no había ninguna guerra con Italia, envió una carta suplicando a su madre que le permitiera volver a su casa. Esta, temiendo caer en el mal del que acababa de salir, no quiso permitírselo hasta que él insistió tanto que no encontró razón con que rehusar. Sin embargo, le ordenó que no se presentara ante ella si no era casado con una mujer a la que amara mucho ,y que no reparara en sus riquezas, ni en que fuera noble, que ya era suficiente rico.

Durante este tiempo, el bastardo, viendo que la muchacha que tenía a su cargo se hacía una mujer muy hermosa, decidió enviarla a alguna casa bien lejana, donde fuera desconocida, y por consejo de la madre la envió a la reina de Navarra. La muchacha, de nombre Catalina, llegó a la edad de doce o trece años y se hizo tan bella y honesta que la misma reina de Navarra le cobró profundo afecto y deseó casarla bien y ricamente, mas, como era pobre, encontraba muchos pretendientes pero ninguno para marido.

Un día ocurrió que el caballero que era su desconocido padre, al regresar desde las montañas, llegó a la casa de la reina de Navarra donde, así que vio a la doncella, se sintió enamorado de ella, y como tenía el permiso de su madre para desposar a la mujer que quisiera, sólo preguntó si era de noble cuna y, al saber que sí, la pidió por mujer a la dicha reina, quien muy gustosa se la concedió, porque bien sabía que el caballero era rico y, junto con su riqueza, apuesto y honesto. Consumado el matrimonio, el caballero escribió a su madre, diciéndole que en lo sucesivo no le podía negar la puerta de su casa, ya que llevaba consigo una nuera tan perfecta como se pudiera imaginar.

La dama, al preguntar qué clase de alianza había contraído, se encontró con que era la propia hija de ambos, lo que le produjo tan gran dolor que quiso morir ya mismo, al ver que cuantos más impedimentos ponía a su desgracia, más conseguía aumentarla. No sabiendo qué otra cosa hacer, fue a ver al prelado de Aviñón, a quien confesó la enormidad de su pecado y pidió consejo sobre cómo debía conducirse.

El prelado, para satisfacer su conciencia, envió a buscar a varios doctores en teología, a quienes expuso el problema sin nombrar a los personajes, y su consejo resultó que la dama no debía decir nunca nada del asunto a sus hijos, ya que estos, vista su ignorancia, no habían pecado, y en cuanto a la dama, debería hacer penitencia toda su vida sin aparentarlo.

Así que la infeliz dama regresó a su casa, donde poco después llegaron su hijo y su nuera, quienes se amaban tanto como nunca hubo marido y mujer que se quisieran, ya que ella para él era su hija, su hermana y su esposa, y él para ella su padre, su hermano y su marido. Vivieron siempre en este gran amor, y la triste dama, en su rigurosa penitencia, no podía verlos prodigarse caricias sin retirarse para llorar.

FIN