Vanos consejos

Cuento escrito por Guy de Maupassant. Mi querido amigo, el consejo que me pides es difícil de dar. Tienes, pues, un lío amoroso que no eres capaz de deshacer y que me parece que se encuentra en una situación lamentable para ti. Soy viejo; te han dicho que yo había vivido, y haces una llamada a mi experiencia para ayudarte. Temo no poder hacer nada por ti, me parece que no estás en una buena situación.

Si he comprendido bien tu carta, he aquí tu caso: Has conquistado a una mujer casada demasiado tenaz. Y voy a hacer unas precisiones para estar seguro de no equivocarme.

Tú eres joven, muy joven, veinticinco años. Después de haber correteado un poco, a derecha y a izquierda, por las calles y las mujeres de la calle, te has sentido llamado, como lo somos todos, al deseo de amores más refinados.

Entonces te fijaste en una amiga de tu madre que se fijaba en ti desde hacía ya algún tiempo.

Ella se encontraba entonces en ese momento en el que la mujer se encuentra aun bien, pero a punto de empeorar. Cuarenta años cumplidos, la gordura, el frescor, ese frescor de las uvas conservadas y el cariño suficiente como para vender, el cual su marido no consumía desde hace bastante tiempo.

Empezaron intercambiando miradas. Luego sus apretones de manos fueron un poco más largos, más estrechos, con una fuerza tímida al principio, luego más significativa. Después la besaste, una noche, detrás de una puerta y ella te devolvió tu beso con usura.

Saliste para pasearte, encantado, ligero, delirante. Estabas preso. Unos días más tarde la cadena estaba bien cerrada. Una dura cadena, mi pobre amigo.

En primer lugar la edad de tu amante constituye en sí misma un peligro terrible. Las mujeres llegadas a ese punto, buscan su última proeza, meter el trigo en el granero para los últimos días. Pero el granero está reforzado. Mejor. ¿Pero qué importa? Un viejo zorro es más retorcido que un joven. Y además piensa que la cosa a la que una mujer está menos dispuesta a renunciar es al amor. Retarda ese momento de abdicación lo más posible y, si puede, hasta la parálisis senil. Yo querría que se condenase el desenfreno de las mujeres mayores como las corrupciones de menores. ¿Es más culpable, en efecto, de comenzar demasiado pronto que de acabar demasiado tarde? En ambos casos, se viola la naturaleza.

Mi pobre chico, ¡cuánto te compadezco! He aquí que la cosa dura cinco años, ¿no? Sí, he entendido bien, aún era apetecible. Ya no lo es. Cinco años, en la edad de dar volteretas, cuentan como cincuenta. La has visto deteriorarse día a día. Cuando tú la tomaste era un plato digerible, pero ya no son más que sobras… para tirar.

A partir de ahora no tendrás, me temo, más consuelo que el verla envejecer. Esto es, por lo menos, una venganza… y una buena venganza.

No puedo imaginar, pues, cómo podrías deshacerte de ella, a menos que se lo cuentes a tu madre, lo que no sería cortés. Ella cena en tu casa dos veces a la semana; va de visita, por la noche, cuando quiere. Su marido te adora y te lleva al espectáculo. Es lo normal. En cuanto a ella, te lapida con sus atenciones, cuidados, muestras de cariño y muestras indudables de amor.

He aquí dos cosas que se debería de enseñar a los niños con el alfabeto: Nunca se debe tener una amante que ya no puede ser infiel y hay que mantenerse alejado lo más posible de las relaciones a las que no se puede poner fin con dinero.

Cuando una mujer es aún deseable, manejándose bien, puede uno a menudo deshacerse de ella en perjuicio de un amigo. Tú no tienes esa esperanza. Sin embargo, quieres romper a cualquier precio, ¡romper! ¡Vaya problema!

Aquel que hiciera un buen manual sobre el arte de romper haría un mayor favor a la humanidad, a los hombres sobre todo, que el inventor del ferrocarril. Busquemos medios prácticos.

Si viviésemos en otro siglo y con otras costumbres, te aconsejaría simplemente envenenarla, ya que cena a menudo en tu casa. Pero lo harías mal y te cogerían.

Sé que hay también otros medios de envenenar a una mujer que la ley no puede prever ni castigar. No soy yo quien debe desvelártelos, continuemos.

Solo existe en realidad, para romper con una amante, un buen método: la zambullida. Se desaparece y ya no se vuelve a aparecer. Que nos escribe, uno no le responde; que viene a vernos, uno ha cambiado de domicilio. Que nos busca por todas partes, usted se mantiene imposible de localizar; y si por casualidad uno la encuentra, hace como si no la conociera y pasa de largo. Si ella nos para, se le pregunta con cortesía: ¿qué desea, señora? Y se disfruta de su asombro, de su furor indignado. Con este procedimiento, sólo hay que temer al vitriolo. Este medio tiene la ventaja de ser radical y grosero. Pero no es aplicable en tu caso, desgraciadamente, ya que vives con tu familia. Es necesario que el conejo cazado vuelva siempre a encerrarse en su agujero: por muy larga que sea la ausencia hay que volver siempre a la casa paterna. Te volverá a atrapar a tu vuelta, así de fácil.

Entonces, ¿qué? ¡Resignarte! Seguir con ella. Sé bien que ahora sientes hacia ella tanto odio como asco. Mala suerte. Creo que es necesario que apliques solamente tu habilidad para evitar las ocasiones. Luego, elúdela, pierde el conocimiento, simula ataques de nervios, de rabia o de epilepsia, grita: ¡Fuego! ¡Al asesino! Desde el momento en el que estén solos, deja tu abrigo o incluso más, paga a un sirviente para que golpee las puertas tan pronto como ella se encuentre encerrada contigo. Pero resígnate a sufrir, al menos platónicamente, su pasión.

Ahora si de todas maneras necesitas una ruptura, haz que su marido te sorprenda en flagrante delito, te librarás de ella sólo con dos meses de prisión. Es poco. En cuanto al procedimiento no lo creas poco delicado, es tan lícito como legal.

Sé que el marido quizás no querrá sorprenderte y que te expones así a una cita capital y muy penosa. Voy a indicarte la manera de atraer hacia tu trampa al esposo suspicaz y prudente. Escríbele una carta de amor que firmarás con el nombre de una actriz, joven y guapa, pidiéndole una hora para encontrarse con él en persona.

Todo hombre tiene una tendencia a creerse irresistible. Vendrá. Y le habrás recomendado entrar valientemente en la mansión indicada sin llamar. Tú no pasarás el cerrojo y te resistirás el mayor tiempo posible.

Si él se enfada o si te perdona, arreglará tu asunto. Ten sin embargo cuidado de tener testigos en un armario por si negase todas las evidencias.

El amor, mi niño, es una cosa muy agradable y muy desagradable al mismo tiempo. “Cuando está cansado, hay que beberlo”, como decía el mariscal de Saxe. Desgraciadamente los viejos vinos del cariño no equivalen a los viejos vinos de las bodegas.

Me doy cuenta de que te he dado un largo sermón, y de que no te doy, en suma, ninguna fórmula práctica. No hay. Todo depende de la habilidad personal, del tacto y de las personas.

También puedes hacerte cura o, ¿quemarte el cerebro?

También podrías… ¡un matrimonio! Pero, ¿eso acaso no sería ir de mal en peor? Y además… ¿te liberaría eso?

En fin, entre nosotros, ¿sabes lo que haría en tu lugar? Es una mezquindad lo que voy a decirte, pero todo está permitido para defenderse. Y bien, trataría de hacerla madre, si aún es posible. Te odiaría tanto que puede que te dejase.

Pero yo querría que hubiera en los colegios una enseñanza especial para prevenir a los jóvenes alumnos de los peligros de esta índole. Se les enseña el griego y el latín que les son poco útiles, y no se les enseña a defenderse de las mujeres que son en suma el mayor peligro de nuestra vida. Debería de revelársenos su naturaleza, sus trucos, su tenacidad, otras mil cosas. Avisarnos sobre ellas. Es verdad que nada de eso nos serviría quizás de nada.

Te doy la mano, como se hace en la puerta de los cementerios, a las personas que no se puede ni aliviar ni consolar.

FIN