Historias del sol

Cuento escrito por Hans Christian Andersen. -¡Ahora voy a contar yo! -dijo el Viento.

-No, perdone -replicó la Lluvia-. Bastante tiempo ha pasado usted en la esquina de la calle, aullando con todas sus fuerzas.

-¿Éstas son las gracias -protestó el Viento- que me da por haber vuelto en su obsequio varios paraguas, y aún haberlos roto, cuando la gente nada quería con usted?

-Tengamos la fiesta en paz -intervino el Sol-. Contaré yo.

Y lo dijo con tal brillo y tanta majestad, que el Viento se echó cuan largo era. La Lluvia, sacudiéndolo, le dijo:

-¿Vamos a tolerar esto? Siempre se mete donde no lo llaman el señor Sol. No lo escucharemos. Sus historias no valen un comino.

Y el Sol se puso a contar:

-Volaba un cisne por encima del mar encrespado; sus plumas relucían como oro; una de ellas cayó en un gran barco mercante que navegaba con todas las velas desplegadas. La pluma fue a posarse en el cabello ensortijado del joven que cuidaba de las mercancías, el sobrecargo, como lo llamaban. La pluma del ave de la suerte le tocó en la frente, pasó a su mano, y el hombre no tardó en ser el rico comerciante que pudo comprarse espuelas de oro y un escudo nobiliario. ¡Yo he brillado en él! – dijo el Sol -. El cisne siguió su vuelo por sobre el verde prado donde el zagal, un rapaz de siete años, se había tumbado a la sombra del viejo árbol, el único del lugar.

Al pasar el cisne besó una de las hojas, la cual cayó en la mano del niño; y de aquella única hoja salieron tres, luego diez y luego un libro entero, en el que el niño leyó acerca de las maravillas de la Naturaleza, de la lengua materna, de la fe y la Ciencia. A la hora de acostarse se ponía el libro debajo de la cabeza para no olvidar lo que había leído, y aquel libro lo condujo a la escuela, a la mesa del saber.

He leído su nombre entre los sabios -dijo el Sol-. Se entró el cisne volando en la soledad del bosque, y se paró a descansar en el lago plácido y oscuro donde crecen el nenúfar y el manzano silvestre y donde residen el cuclillo y la paloma torcaz. Una pobre mujer recogía leña, ramas caídas, que se cargaba a la espalda; luego, con su hijito en brazos, se encaminó a casa. Vio el cisne dorado, el cisne de la suerte que levantaba el vuelo en el juncal de la orilla. ¿Qué era lo que brillaba allí? ¡Un huevo de oro! La mujer se lo guardó en el pecho, y el huevo conservó el calor; seguramente había vida en él. Sí, dentro del cascarón algo rebullía; ella lo sintió y creyó que era su corazón que latía.

Al llegar a su humilde choza sacó el huevo dorado. «¡Tic-tac!», sonaba como si fuese un valioso reloj de oro, y, sin embargo, era un huevo que encerraba una vida. Se rompió la cáscara, y asomó la cabeza un minúsculo cisne, cubierto de plumas, que parecían de oro puro. Llevaba cuatro anillos alrededor del cuello, y como la pobre mujer tenía justamente cuatro hijos varones, tres en casa y el que había llevado consigo al bosque solitario, comprendió enseguida que había un anillo para cada hijo, y en cuanto lo hubo comprendido, la pequeña ave dorada emprendió el vuelo.

La mujer besó los anillos e hizo que cada pequeño besase uno, que luego puso primero sobre su corazón y después en el dedo.

-Yo lo vi -dijo el Sol-. Y vi lo que sucedió más tarde.

Uno de los niños se metió en la barrera, cogió un terrón de arcilla y, haciéndolo girar entre los dedos, obtuvo la figura de Jasón, el conquistador del vellocino de oro.

El segundo de los hermanos corrió al prado, cuajado de flores de todos los colores. Cogiendo un puñado de ellas, las comprimió con tanta fuerza, que el jugo le saltó a los ojos y humedeció su anillo. El líquido le produjo una especie de cosquilleo en el pensamiento y en la mano, y al cabo de un tiempo la gran ciudad hablaba del gran pintor.

El tercero de los muchachos sujetó su anillo tan fuertemente en la boca, que produjo un sonido como procedente del fondo del corazón; sentimientos y pensamientos se convirtieron en acordes, se elevaron como cisnes cantando, y como cisnes se hundieron en el profundo lago, el lago del pensamiento. Fue compositor, y todos los países pueden decir: «¡Es mío!».

El cuarto hijo era como la Cenicienta; tenía el moquillo, decía la gente; había que darle pimienta y cuidarlo como un pollito enfermo. A veces decían también: «¡Pimienta y zurras!». ¡Y vaya si las llevaba! Pero de mí recibió un beso -dijo el Sol-, diez besos por cada golpe. Era un poeta, recibía puñadas y besos, pero poseía el anillo de la suerte, el anillo del cisne de oro. Sus ideas volaban como doradas mariposas, símbolo de la inmortalidad.

-¡Qué historia más larga! -dijo el Viento.

-¡Y aburrida! -añadió la Lluvia-. ¡Sóplame, que me reanime!

Y el Viento sopló, mientras el Sol seguía contando:

-El cisne de la suerte voló por encima del profundo golfo, donde los pescadores habían tendido sus redes. El más pobre de ellos pensaba casarse, y, efectivamente, se casó.

El cisne le llevó un pedazo de ámbar. Y como el ámbar atrae, atrajo corazones a su casa; el ámbar es el más precioso de los inciensos. Vino un perfume como de la iglesia, de la Naturaleza de Dios. Gozaron la felicidad de la vida doméstica, el contento en la humildad, y su vida fue un verdadero rayo de sol.

-¡Vamos a dejarlo! -dijo el Viento-. El Sol ha contado ya bastante. ¡Cómo me he aburrido!

-¡Y yo! -asintió la Lluvia.

¿Qué diremos nosotros, los que hemos estado escuchando las historias? Pues diremos:

¡Se terminaron!

FIN