Los clásicos en la economía

Como cuerpo de teoría económica coherente, la economía clásica parte de los escritos de Smith y continúa con la obra de los economistas británicos Thomas Robert Malthus y David Ricardo; y culmina con la síntesis de John Stuart Mill, discípulo de Ricardo.

Aunque eran frecuentes las divergencias entre los economistas clásicos que hubo en los 75 años que van desde la publicación de Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones de Smith (1776), hasta los Principios de economía política de Mill (1848), los economistas pertenecientes a esta escuela coincidían en los conceptos principales.

Todos defendían la propiedad privada, los mercados y creían, como decía Mill, que “sólo a través del principio de la competencia tiene la economía política una pretensión de ser ciencia”. Compartían la desconfianza de Smith hacia los gobiernos, y su fe ciega en el poder del egoísmo y su famosa “mano invisible”, que hacía posible que el bienestar social se alcanzara mediante la búsqueda individual del interés personal.

Los clásicos obtuvieron de Ricardo el concepto de rendimientos decrecientes, que afirma que a medida que se aumenta la fuerza de trabajo y el capital que se utiliza para labrar la tierra, disminuyen los rendimientos o, como decía Ricardo, “superada cierta etapa, no muy avanzada, el progreso de la agricultura disminuye de una forma paulatina”.

El alcance de la ciencia económica se amplió de manera considerable cuando Smith subrayó el papel del consumo sobre el de la producción. Smith confiaba en que era posible aumentar el nivel general de vida del conjunto de la comunidad. Defendía que era esencial permitir que los individuos intentaran alcanzar su propio bienestar como medio para aumentar la prosperidad de toda la sociedad.

En el lado opuesto, Malthus, en su conocido e influyente Ensayo sobre el principio de la población (1798), planteaba la nota pesimista a la escuela clásica, al afirmar que las esperanzas de mayor prosperidad se escollarían contra la roca de un excesivo crecimiento de la población.

Según Malthus, los alimentos sólo aumentaban adecuándose a una progresión aritmética (2-4-6-8-10, etc.), mientras que la población se duplicaba cada generación (2-4-8-16-32, etc.), salvo que esta tendencia se controlara, o por la naturaleza o por la propia prudencia de la especie. Malthus sostenía que el control natural era ‘positivo’: “El poder de la población es tan superior al poder de la tierra para permitir la subsistencia del hombre, que la muerte prematura tiene que, frenar hasta cierto punto el crecimiento del ser humano”.

Este procedimiento de frenar el crecimiento eran las guerras, las epidemias, la peste, las plagas, los vicios humanos y las hambrunas, que se combinaban para controlar el volumen de la población mundial y limitarlo a la oferta de alimentos.

La única forma de escapar a este imperativo de la humanidad y de los horrores de un control positivo de la naturaleza, era la limitación voluntaria del crecimiento de la población, no mediante un control de natalidad, contrario a las convicciones religiosas de Malthus, sino retrasando la edad para casarse, reduciendo así el volumen de las familias. Las doctrinas pesimistas de este autor clásico dieron a la economía el sobrenombre de ‘ciencia lúgubre’.

Los Principios de economía política de Mill constituyeron el centro de esta ciencia hasta finales del siglo XIX. Aunque Mill aceptaba las teorías de sus predecesores clásicos, confiaba más en la posibilidad de educar a la clase obrera para que limitase su reproducción de lo que lo hacían Ricardo y Malthus. Además, Mill era un reformista que quería gravar con fuerza las herencias, e incluso permitir que el gobierno asumiera un mayor protagonismo a la hora de proteger a los niños y a los trabajadores. Fue muy crítico con las prácticas que desarrollaban las emp resas y favorecía la gestión cooperativa de las fábricas, por parte de los traba jadores. Mill representa un puente entre la economía clásica del laissez-faire y el Estado de bienestar.

Los economistas clásicos aceptaban la Ley de Say sobre los mercados, fundada por el economista francés Jean Baptiste Say. Esta ley sostiene que el riesgo de un desempleo masivo en una economía competitiva es despreciable, porque la oferta crea su propia demanda, limitada por la cantidad de mano de obra y los recursos naturales disponibles para producir. Cada aumento de la producción aumenta los salarios y los demás ingresos que se necesitan para poder comprar esa cantidad adicional producida.

Fuente: Apuntes de Introducción a la Economía de la UNIDEG