Mito alimenticio séptimo

El hambre es una lucha entre el mundo rico y el mundo pobre.

Términos como mundo hambriento y mundo pobre nos hacen pensar en masas uniformemente hambrientas; esconden la realidad de sociedades verticalmente estratificadas en los que el hambre aflige a los peldaños más bajos tanto en los países subdesarrollados como en los países industriales, incluyendo a los Estados Unidos.

Términos como éstos sitúan al hambre en un lugar y, generalmente, un lugar de por ahí. En vez de ser el resultado de un proceso social, el hambre aparece como un hecho estático, un dato geográfico. Peor aún: la falta de discriminación de estas etiquetas nos lleva a creer que todos los que viven en un «país hambriento» tienen el interés común de eliminar el hambre. Así, al considerar un país subdesarrollado asumimos que sus funcionarios gubernamentales representan a la mayoría hambrienta.

Nos sentimos entonces tentados por la idea de que las concesiones que se otorguen a esos gobiernos, por ejemplo mediante aranceles más bajos a sus exportaciones o un aumento en la inversión extranjera, representan automáticamente u n progreso para los hambrientos.

De hecho, tal progreso lo sería solamente para las élites y sus socios, las compañías transnacionales. Más aún, el planteamiento de un mundo rico contra un mundo pobre hace que los hambrientos aparezcan como una amenaza para el bienestar material de las mayorías en los países industrialmente desarrollados. Para el estadounidense o europeo medio, los hambrientos son el enemigo que, en palabras de Lyndon Johnson “requiere lo que nosotros tenemos».

En verdad, sin embargo, no se vencerá al hambre hasta que los ciudadanos medios de países como Estados Unidos perciban que los hambrientos en el extranjero, como en México, son sus aliados, no sus enemigos.